martes, 25 de diciembre de 2007

La niebla

Es peligrosa –para el tráfico, sin duda–, pero tiene la estética confusa de un razonamiento sobre lo inexplicable, que es donde de verdad se pone a prueba nuestra capacidad de razonar; o de crear, o de descubrir, que sigo en la cuerda floja sobre los límites de estos verbos. Lo cierto es que su belleza consiste precisamente en velar la belleza, en diluir los colores y distraer las formas, en disfrazar de misterio lo que nunca lo ha sido, en transformar lo común en inquietante curiosidad. Avanzar por la niebla es recuperar la humildad perdida ante nuestras supuestas certidumbres; una gimnasia invernal para la percepción ensoberbecida en sus creídas claridades, un sentimiento casi kantiano del yo, en precariedad de sus trascendentales categorías, enfrentándose al mundo en sí.

Parece evidente que también me gusta la niebla. Y es que a veces, a pesar de los psicólogos y psiquiatras, uno quiere sentirse rodeado de incertidumbres, de preguntas, de dudas, de ansiedades… Pero también, por todo ello, de esperanza.

No es por llevar la contraria, pero me aburre el mundo bien hecho de los beatos sillones, de las lámparas halógenas y los sucesos previsibles. Me quedo, una vez más, con la emoción del prodigio que no puedo advertir, y emerge súbito de la niebla. Como la forma amenazante que por ella se aproxima... y resulta ser un rostro amigo.

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