miércoles, 2 de enero de 2008

La noche más hermosa

No se oyen gritos, ni frenazos, ni alaridos, ni petardos, ni arcadas, ni sirenas, ni bramidos… No se ven montones de humanidad ni comas etílicos; ni hordas asfixiadas en vinos espumosos; ni envases ni papeles ni suciedad por las aceras, ni borrachos orinándose al amor de una farola… No se huelen perfumes espesos hasta el vómito, ni alientos de tabaco mezclado con carmín y eructo de champán. No se roza el sudor de un abrazo artificial, ni se engulle el vigésimo polvorón para empapar la inundación obligatoria… No pasa nada, no se oye nada, no se ve nada... Si acaso alguna estrella entre la bruma alta, si acaso el ladrido solitario de un perro en la lejanía.

Es la noche más hermosa, la de sus auténticos amantes, no la de ésos que se lo llaman cuando lo único que pretenden es que deje de ser noche. Porque los amantes de verdad son súbditos de su objeto: lo aman como es, no en modo diferente. No quieren convertirlo en otra cosa, no quieren alterarlo ni transformar su encanto. En la noche se ama el misterio, el silencio, la inmensidad, el decorado inconmensurable de las preguntas, la belleza inquietante de su desamparo… Pero hay mucho proxeneta de su embrujo, mercaderes que la disfrazan de día espurio y venden en las ciudades su inefable fascinación. ¡Mala gente que comercia con la belleza y la embadurna de innecesarios afeites!

Pero hoy no, hoy libra la noche su hermosura: los tenderos, traficantes y profanadores están exhaustos. Agradecida y sola, oigo que no la oigo al otro lado de la ventana; fría sobre los árboles desnudos de este recién invierno, bella como la paz que un soldado celebra a pesar de sus heridas.

A las dos y media de la madrugada del dos de enero del año dos mil ocho… Dedicado a ti, la noche más hermosa.

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