jueves, 3 de enero de 2008

Noticias de la barbarie o ¿dónde la responsabilidad?

Desde 1885 (año en que Kenia se convirtió en protectorado alemán) hasta 2008, en Occidente han ocurrido muchas cosas, bastantes más que 123 años comunes, que son los años que, sin embargo, han transcurrido en otras muchas partes del planeta. No obstante las diferencias, coincidimos en algunos “progresos”, al parecer fundamentales. Por poner un ejemplo, en 1885 los “caballeros” europeos aún dirimían sus diferencias con pistolas de avancarga, ésas que cargaban la muerte por la boca del cañón, aunque las guerras ya se hacían con modernos cartuchos que se metían por detrás (qué mal suena esto) de la recámara de aquél; los luo, sin embargo, empleaban la palanca, la del brazo quiero decir, para arrojar una lanza, una piedra o cualquier objeto contundente para resolver sus asuntos. Contrariamente, en nuestros días, tanto los luo como nosotros podemos resolver cualquier problemilla con un subfusil automático Heckler & Koch MP5SD1 que abulta poco, no suena casi nada, pero mata que es un gusto. Nadie podrá negarme que la herencia de nuestra potencialidad destructiva ha sido eficacísima, pues ha arrancado pueblos enteros de la edad casi de piedra dotándolos de tecnologías punteras, según decimos.

Sin embargo, no conseguimos exportar nada para acabar con los conflictos tribales; es más, parece que, en nuestros días, asistimos a una “romántica” importación del concepto de tribu (urbana, naturalmente; aunque no sé qué tienen de urbanidad) así como de sus ancestrales usos (cuchillada en cualquier esquina, objetos atravesando la nariz o el moflete, tatuajes totémicos sobre el cuerpo, pinturas rupestres en las fachadas, etc.). Yo creo que esto tiene que ver con la interculturalidad. Se trata de un proceso de natural intercambio, aunque, en mi modesto entender, injusto. Y es que el cambio está desequilibrado: mientras nosotros les proporcionamos lo peor de nuestra civilización, ellos nos han dado “lo mejor” de la suya.

No puedo evitar preguntarme si no habría sido más justo al revés; quiero decir: que nosotros hubiésemos exportado la ciencia, el derecho, la filosofía, el arte… y, a cambio, hubiéramos importado de ellos algo de su necesidad, una fracción de su sed o su hambre, una partícula de su abandono.

Claro que para eso hay que creer que la cultura de Occidente es un valor preferible, no una eficacia exportable. Porque esto lo piensan todos los hipócritas –o idiotas– que niegan –o ignoran– que su espléndida tecnología es hija de los errores y aciertos de la teoría que les precedió; o que su idea de progreso es heredera, mal que les pese, de una concepción cristiana del mundo hacia un punto final; o que su cacareada solidaridad es consecuencia del adoctrinamiento histórico, y también cristiano (un olvido más para Europa), en el amor al prójimo. Para ello hay que amar a Platón, y a Aristóteles, y a San Agustín, y a Santo Tomas, y a Dante, y a Miguel Ángel, y a Cervantes, y a Shakespeare, y a Newton, y a Goethe… Para ello hay que tener el valor de defender el propio valor. Y en esto, Occidente, que ayer fue un vulgar parásito de sus “protegidos”, es hoy patéticamente cobarde. O imbécil, que para el caso tanto monta.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Perfecto, dolorosamente perfecto. Sólo quitaría las comillas de "lo mejor" y las pondría en "nos han dado". Besos.
Amalia

Antonio Azuaga dijo...

Muchas gracias, Amalia; no sabes cuánto me alegra verte por aquí. Tienes razón en las comillas, aunque en ese caso yo cambiaría el sujeto de la oración.
Besos.