viernes, 25 de enero de 2008

Fe, razón, ciencia, barbarie…

Me voy de mí. Creo que ya está bien, que llevo casi todo el mes con el “yo” cuesta arriba y el “yo” cuesta abajo. Así que, me voy, me aparco el empachoso narcisismo en cualquier parte, aunque esté prohibido, y me voy a la razón, ésa que presumo tener siempre, y no es cierto, y que sólo tengo a ratos, y es verdad. Y me voy a la razón para hablar de la fe, que no es un pío deambular por sacristías, sino una cuestión de física dinámica, un teorema de fuerzas motrices que hacen que el hombre funcione como es debido.

Engels se equivocaba: lo que mueve al hombre no “tiene que pasar necesariamente por su cabeza”, sino por su corazón. Yo puedo establecer con mi pensamiento una relación más o menos distante; sin ir más lejos, es lo que estoy haciendo mientras escribo esto. Como diría Ortega, en la creencia se está, mientras que las ideas están en nosotros; y hay una diferencia notable entre ser contenido y ser continente. Y es que las ideas no definen mi espacio ontológico en el mundo; mi fe sí. Por eso no puedo pensar mis creencias. Puedo quererlas, o temerlas, o llorar o morir por ellas. Sin embargo, nunca se me ocurriría morir por defender que la constante de gravitación universal es ese número tan capital y de tan extravagante insignificancia (6,6x10-11, más o menos). En realidad, los saberes de la ciencia, espero que nadie se moleste por ello, nacen, crecen y se desarrollan por mor de su utilidad. Las proposiciones científicas sin vocación, próxima o remotamente, instrumental tienen menos futuro que una sartén de cartulina; entre otras cosas, porque proposiciones así no se consideran científicas. Se le permiten a veces a la matemática, pero mirando de reojo a sus posibles desarrollos técnicos.

No creo decir nada nuevo, sólo pretendo constatar un olvido: la ciencia es verdadera o falsa si es o no útil, la creencia es inútil porque no es ni verdadera ni falsa. Sin embargo es la fuente de energía de aquélla. Si he dicho que se trataba de una cuestión de física dinámica, ha sido metafóricamente, para desterrar ñoñerías y chistes fáciles al respecto, no para darle entidad científica. Cuando la cultura occidental empezó a creer en cosas que podía pensar (¡ese pecado de la Ilustración!), no hizo sino poner los huevos de su naufragio: todo instrumento requiere para su eficacia de una energía ajena al instrumento; si aquélla se convierte en éste, ni éste puede ser éste, ni aquélla es realmente aquélla. Y entonces la razón, se vuelve sinrazón, inquietud moral, desorientación del alma, debilidad de su proyecto enfrentado a la barbarie, que no sabe, pero cree con una firmeza aterradora.

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