lunes, 3 de marzo de 2008

El amor a uno mismo y...

Todo actor interpreta al actor que lleva dentro, al igual que cada uno de nosotros lo hace con el yo de que se piensa depositario. Pero también, desde esa inevitable interpretación nuestra, no hacemos otra cosa que intentar interpretar al que tenemos delante. Aunque se trata de dos interpretaciones distintas: una, la propia, es escenificación; otra, la ajena, pura hermenéutica. Por la primera ocultamos, por la segunda queremos desvelar. Es decir, tapamos en nosotros lo mismo que pretendemos sacar al aire en los demás.

¿Cómo sería un mundo en el que se invirtieran los destinatarios de esos dos empeños?, ¿un mundo en que el esfuerzo de la interpretación se orientase a que cada quien buscara descifrarse a sí mismo, y cada cual se afanase en fabular la virtud en los otros? De entrada, sería un mundo raro; de salida, un mundo inhóspito. Tan inhóspito, que todos y cada uno, luego de descubrir los límites de su insignificancia, acabaría por encontrar la significación de cada uno y todos los demás. ¡Rarísimo e inhabitable! Para nosotros, naturalmente. Sin embargo, es la única forma de entender lo de “amar al prójimo como a uno mismo” y “a Dios sobre todas las cosas”.

A lo mejor por eso, el reino está en otra parte y nosotros aquí (yo, el primero), convencidos de que el símil “como a uno mismo” quiere decir que uno es el paradigma de las maravillas y que lo que se debe hacer es desvelar parejos prodigios en los demás.

A veces, parecemos tontos… O lo somos siempre.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

No todo el rato escenificamos, si no por vocación de sinceridad (que, a veces, también), por pura y simple pereza. Interpretar continuamente requiere una disciplina difícil de mantener. Yo miro a mi alrededor y veo a las personas hacer resúmenes bastante exactos de lo que son. Supongo que yo también los hago y no le doy más vueltas a esa noria. Tampoco me apetece pensar que estoy rodeada de actores, me dan mucha pena los esfuerzos inútiles. Por mi parte procuro ser razonablemente sincera, si es que eso es posible, aunque también comprensiva con la necesidad que tenemos todos de protegernos un poco y de imaginarnos mejores para nuestro consuelo. No quiero hacer inversiones extrañas para amar al prójimo. ¿No entiendo el amor? ¿Entonces qué es lo que siento?
Pero sí, hablar con los demás es ejercitarse en la hermenéutica, como viejos monjes ante textos sagrados que sólo quieren comprender y comprender y fijar normas para seguir comprendiendo. O no tan sagrados, no creas que pienso que todo el mundo es bueno, eso lo pensaba antes de sacarme el carnet de conducir. Ahora estoy rendida a la evidencia de la absurda mezquindad que nos devora, etc., etc. Se me pasará porque no tengo constancia para los pensamientos negros. Pero tu reino no es de este mundo, Antonio, tampoco del otro. Yo no sé dónde ubicarte y no me importa, no busco “parejos prodigios”. Es al revés.
Betty B.

Antonio Azuaga dijo...

En primer lugar, gracias, Betty B., por tu interesante aportación, que por sí misma merece más la condición de entrada que de comentario.
Desde luego los niveles y grados de interpretación varían según sea el escenario en que nos desenvolvamos; aunque, sigo pensando, que, incluso ante el espejo, las posibilidades de nuestra sinceridad son bastante limitadas. No se trata, por otra parte, de un ejercicio de permanente y morboso masoquismo, ni de rebajarse, humillarse o despreciarse ante todos los demás. Puede que se entienda algo parecido, pero no es lo que pretendo decir. La ecuación es más simple: estar más pendiente de que uno anda cojitranco en muchísimas cosas y buscar más insistentemente la excelencia en el igual que, precisamente por ser igual, cojea también en modo semejante y me vuelve a mí igualmente excelente. Si invierto los términos, puede que el resultado sea parecido, pero veo más riesgo de narcisismo porque empiezo por la excelencia propia. Además, veo mucho más fácil que “me divinice”, y la divinidad (me da igual en qué se crea, yo me refiero, como condenado platónico que soy, a los absolutos de referencia sin los que no puedo concebir ni la justicia, ni el bien, ni los derechos y “deberes” inalienables de nadie, ni, en general, nada valioso o bello) siempre debe “estar fuera” de uno, siempre “sobre todas las cosas”. Como el Norte para no perderse; como la Polar.
Ah, me encanta la “desubicación", a mí y a ese caballero azoriniano que suele acompañarme, tan descentrado en el tiempo, como perdido en el espacio.
Un agradecido saludo.

samsa777 dijo...

Sí, lo somos casi siempre... Tomado al pie de la letra, el "a uno mismo" es, en efecto, un compendio de egoísmo y suficiencia...