viernes, 20 de abril de 2007

Declaraciones y derechos

Un comité científico, al parecer, pretende promover una especie de Declaración Universal del Derecho a la Luz de las Estrellas. La verdad es que, oído así, la pretensión suena más a poesía que a jurisprudencia, aunque me parece harto loable que se quiera que la gente pueda mirar el cielo en lugar de las farolas de su calle o los anuncios del próximo horror que acabará comprando. Porque, la verdad, si a cualquier paseante urbanita, nocherniego y nada ducho en aritmética astronómica, se le asegurase que ahí arriba hay millones de galaxias y billones de soles, lo más probable es que nos respondiera que eso pasa en el cine, pero no en su barrio (prodigio este de la cinematografía, que es donde creemos que de verdad ocurre todo mientras relegamos nuestro día a día a una caverna de platónicas sombras). Quede claro, pues, que estoy más que a favor de que me retiren toda la basura de la noche y me regalen la vista con la impresionante brillantez de Orión o la encantadora y sutil diadema de la Corona Boreal. Otra cosa es el procedimiento.

En mi opinión, sobran declaraciones y faltan ejecuciones (quiero decir ejecuciones de lo que declaran las declaraciones, no seamos mal pensados). Hablamos mucho, pero decimos y hacemos poco. Demasiados comités para todo y para nada, excesivas comisiones, abusivos congresos. Todas y todos ellos con sus correspondientes dictámenes, conclusiones, acuerdos, serias advertencias… ¡Palabras para el sexo de los ángeles, y las murallas de Constantinopla ardiendo…! De Marx es aquello de que “los filósofos se han dedicado a interpretar el mundo; de lo que se trata es de transformarlo”. Yo no soy marxista, pero me parece que, en este caso, la exhortación de la cita está llena de sensatez.

Y basta ya de esa reproducción agotadora del número y variedad de derechos, o nos va a pasar lo que al sistema geocéntrico que, con su multiplicación de epiciclos y demás industrias para explicar la dinámica celeste, hizo exclamar a Alfonso X: “si Dios me hubiera pedido consejo para crear el mundo, no sería tan complicado”. Declaremos simplemente: todo ser humano tiene derecho a su plena y total humanidad. Ahí está todo.

Ahora, hagamos que se cumpla.

jueves, 19 de abril de 2007

La otra primavera

A lo peor fui demasiado duro el otro día con la primavera. Este hoy radiante, de una luz desesperadamente luminosa que ha bañado los árboles hasta el entusiasmo de los pájaros, y disfrazado la tierra más vulgar con miles de flores fugaces y modestas (¡cuántas amapolas hoy por casi todas partes!), y templado la piel de quienes barruntamos tactos más fríos cada nuevo año que pasa… Este hoy ha despertado en mí un punto de contricción. No es otro mea culpa: lo dicho, dicho queda. Ocurre, simplemente, que no es completo; que es, por tanto, injusto; que falta la oportuna palinodia para que el César tenga lo que al César corresponde.

A la lluvia, que anteayer salvaba, le faltaba el lujo que después el sol explota al sacar sobre los campos su verde mercancía. A la plaga voraz y depredadora de quienes invaden la naturaleza con paellas, camisetas de tirantes y bolsas de plástico, le faltaba el paseo silencioso por un camino forestal de dos enamorados. A las comuniones de la vulgaridad bajo estampados y pamelas blancas, les faltaba la convicción sincera de quienes creen en ello y la ternura de los encuentros con gente querida y muy de tarde en tarde reencontrada. A la Feria del Libro no le faltaba nada, simplemente, le sobraban los “famosos”…

Claro es que podría añadir muchas más cosas acerca de esta otra primavera y arrancar viejas verdades a su vital belleza, pero no quiero deteriorar aún más mi prestigio de varón antañón decididamente insoportable.

miércoles, 18 de abril de 2007

Vaciando el alma

(Como respuesta al comentario de mi amigo Julio en el “atardecer” de ayer)

Acababa el apunte de ayer aconsejando, en calidad de exótica terapia, un vaciado de los hechos del alma y una conservación de las emociones consecuentes. Entiendo que esto pueda sonar a retórica poética. Sin embargo, está dicho con toda la convicción del mundo. La forma habitual de entender la salud del alma pasa por su adaptación a la realidad; lo que yo propongo es absolutamente heterodoxo: se trata, contrariamente, de adaptar la realidad al alma; de mantener las emociones, pero depurarlas de los sucesos que las trastornan; de anteponer el corazón a la circunstancia y hacer luego con esta lo que se nos antoje. Se trata, pues, de perfeccionar o inventar, incluso, la memoria.

¿Cómo se hace esto? Tenemos, una vez más, un egregio ejemplo en Don Quijote, que conserva sus sentimientos en estado puro y acomoda a ellos la realidad torticera. Tiene una pasión y un mundo desapasionado (al que, por cierto, acaba apasionando con aquélla). Si necesita ejércitos y lo que halla son rebaños, hace el correspondiente ajuste para que los hechos vayan por donde deben. Tiene un amor y el pretexto de una aldeana vulgar, y el resultado es “mi señora Dulcinea”. Claro es que existen los curas y barberos (como ahora, aunque con otros nombres) empecinados en adaptar a Don Quijote al mundo; y junto a ellos toda esa insensata sensatez que certificaría que de lo que hablo es de la pérdida del juicio.

Pues si de locuras se trata, añado –para salvarme del diagnóstico– que el procedimiento de esa depuración y conservación extravagantes lo tenemos todos en la palabra. Muchos apuntes (yo diría que todos) de este blog comulgan con tal proceder. Así El gato de Schrödinger, abriendo la puerta a otros universos donde soñarnos en realidades paralelas; o El vendedor de recuerdos irreales, proporcionando pasados más amables a nuestra desolación; o La pasión del cómico, recorriendo la potencialidad ontológica del alma; o Raptar una sonrisa, recuperando un caminante, al pasear por “otro mundo”, un gesto hermoso que en el suyo no le fue dedicado. O Actos inútiles… O Poner puertas al alma… O Sísifo victorioso… Y muchos, muchos más, que podrían resumirse en aquel nostálgico Literaturizar la vida.

Así que hay dos vías para ese vaciar el alma y guardar las emociones: o nos hacemos con un caballo, un yelmo, una lanza y una inmensa llanura; o, simplemente, lo escribimos… O lo soñamos.

martes, 17 de abril de 2007

Aulas vacías

Esta tarde he visitado aulas vacías. Los escenarios cotidianos se vuelven misteriosos y apacibles cuando los recorremos fuera del tráfago y vértigo habituales. Adquieren entonces las cosas una estatura emocional de que carecen en su uso ordinario. Incluso lo que de ellas más nos desagrada o molesta, se minimiza para dejar paso a un punto de melancolía. La satisfacción, el orgullo, la ambición, el desencanto, el enfado, la discusión, el proyecto… todo lo que nos hace pasar, como a mi querido hidalgo, las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, parece alcanzar un grado de sosegada serenidad en esa ofrenda silenciosa de un pupitre deshabitado, de un cuaderno olvidado en una cajonera, de una pizarra con palabras y números sin mano que los trace ni ojos ya capaces de seguirlos. Un aula vacía es un paisaje de ternura para cualquier viejo maestro.

Y es que un aula no es más que un alma arquitectónica, un espacio de redes intangibles donde lo más hermoso de la vida humana –que es, que debe ser, la curiosidad, el asombro, el vínculo de cada quien con el todo que le forja; en una palabra, su identidad– queda retenido como en un cofre de maravillas.

Sin duda, en el día a día, no se da uno cuenta de nada: hay demasiada vida, demasiado estallido vital. Por eso hay que mirar desde esa lejanía de ausencias de que hablo. Pero tampoco nos damos cuenta de nosotros hasta que no decidimos visitar desde lejos los rincones y memorias que nos hacen e hicieron felices, que valieron y valen por todo lo que, a veces, tiene que dolernos.

Vaciad el alma de los hechos, pero dejad las emociones. Y visitaos. Es, diría un psicoloquesea, una terapia espléndida.

lunes, 16 de abril de 2007

Primavera con humor (véanse comentarios: imprescindible)

No soy muy amante de la primavera. Entre mis muchas rarezas, debe contarse también la disidencia con la mayoría de los mortales en lo que a predilecciones estacionales se refiere. Desde mi más tierna infancia he preferido el otoño y el invierno frente a sus más aplaudidos adversarios. La primavera me ha parecido siempre un poco cursi; y el verano, descaradamente hortera. Tengo, sin embargo, la impresión de que mi hostilidad hacia ambas es de índole social antes que climática. Si sólo se dejase obrar a la naturaleza, quizá mi sentimiento no llegase a tanto; pero, para mi desgracia, hay que contar también con el animal urbano.

El animal urbano es más digerible mientras permanece en su casa; lo que, por razones obvias, ocurre con más frecuencia durante el otoño y el invierno (si bien es cierto que cada vez menos). Contrariamente, en cuanto se ventean los primeros aires primaverales, esta especie se lanza al mundo como una plaga de langostas de insaciable voracidad. Todo lo llenan, lo ensucian todo, todo lo trastornan con sus afeites, sus colorines, sus desechos, su capacidad de ruido. Parques, jardines y bosques empiezan a temblar. Pero también las ciudades, con los niños “de comunión”, por ejemplo, comiéndose un donuts de chocolate; con sus madres adornadas de floridos estampados y casi siempre bajo una pamela blanca; con sus padres, con sus tíos, con sus primos y con una señora indescriptible, igualmente estampada, amiga “de toda la vida”.

De la primavera de Madrid sólo se salvan dos cosas: la lluvia y la Feria del Libro; ambas, desgraciadamente, en franca decadencia; aquélla porque cada vez es más infrecuente (aunque este año se está portando), ésta porque empieza a tener un tufillo a “famoseo”, pestilente sin duda, lo que la convierte en un mercado de firmas con que posteriormente se presume de modo incomprensible.

En fin, que tampoco en esto hay quien me aguante.

domingo, 15 de abril de 2007

De la razón a la sensibilidad

En la pared que queda por frente a donde siempre escribo hay un cuadro de Claudio de Lorena. Se trata de una réplica del “Embarque en el puerto de Ostia de Santa Paula Romana”. Me lo regalaron hace casi treinta años y desde entonces ha sido testigo y compañero mudo de mis desalientos y mis entusiasmos. De Lorena, en general, de este lienzo, en particular, siempre me ha conmovido la luz, esa luz crepuscular que sale desde el fondo, desde el centro geométrico del fondo, a partir de un disco solar tenue sólo presumible en visión indirecta, y luego me arrastra la mirada hasta el muelle donde llego a oler el mar en el color del mar. Mi conmoción es, pues, una conmoción sensorial, un confusionismo entre la vista y el olfato, entre un sentido evolucionado y un sentido arcaico.

Creo que esa es la función de cualquier manifestación artística, conmover, arrastrar a la razón al juego de la sensibilidad, o de la "sensorialidad", o de la sensualidad; sacudir a la conciencia intelectual un varapalo de vida en que la inteligencia se encuentra con el alma en el cruce de una cenestesia maravillosa. Tanto da que sean palabras que nos enternezcan, notas musicales que nos entusiasmen, formas que nos emocionen, volúmenes que nos impresionen o colores que nos seduzcan. El arte estará siempre más allá del conocimiento, más allá del contacto inteligente con el mundo porque arrancará al mundo de su simple comprensión y lo devolverá en perfecta armonía a la doble dimensión, animal y angélica, que nos define. Es la honda y machadiana palpitación del espíritu.

Por eso me deja frío el intelectualismo en el arte, por eso no soporto la palabra "investigación" como compañera de viaje de ninguna de sus manifestaciones.

sábado, 14 de abril de 2007

In memoriam

Me ha venido por uno de esos destellos imprevisibles de la memoria. Era un buen amigo. Fue un gran profesor. Tenía esa madera, adormecida por los años, de los que, siendo poetas de verdad, no hallaron quizá la dársena propicia para construir su barca. Hablaba con él de Literatura y del tiempo, no del que llueve o solea los campos, sino del que hace y deshace los paisajes del alma. Si yo empezaba:

Y pues vemos lo presente
como en un punto es ido
y acabado...

Redondeaba él:

si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.

Y, del brazo de Jorge Manrique, continuábamos después desentrañando lo divino y lo humano de este quehacer irreversible de los días y no-días en que fraguan nuestros sueños su destino. Era hombre de hermosas palabras y definida elegancia en su uso. La vida acabó haciendo con él lo que con todos, más hoy o más mañana, hace. Se llamaba Jesús María Rodríguez y, allá por 2002, dediqué a su recuerdo este soneto que pongo hoy aquí, por si acaso las almas que nos han dejado, leen también en estas industrias de hogaño:

Quiero soñar que ahora estoy contigo,
que me oyes y me ves, que me consientes
las horas y la luz supervivientes,
las aulas que nos dan dolor y abrigo.

Quiero creer que estoy y estás conmigo
repasando los días y las gentes,
y que siembran de nuevo adolescentes
tus hermosas palabras, viejo amigo.

Quiero anular tu ausencia, que no pueda
diluir en silencio tus asuntos,
distraer tu memoria en el olvido.

Quiero creer, saber que aún nos queda
tiempo para empezar un verbo juntos
en el claustro de un verso atardecido.

viernes, 13 de abril de 2007

Malos viernes ya

Mal viernes; mal estilo el de este viernes que me vino rebotado de averías; este viernes de ángeles con artritis en los omóplatos que no pueden levantar el vuelo a más de 56 Kb por segundo. Mal viernes y demasiada metáfora para evitar que me salga la bilis por el teclado mientras esa casi amante, de acrónimo ADSL y que me está bebiendo el alma, cae en coma de nuevo después de 22 días. Y yo, que al parecer no puedo prescindir de su erotismo, me lío con la primera que pasa: una tal Data Módem, que es más lenta en su hacer, que es casi exasperante; que si trata de hablar, tartamudea; que si escribe, lo hace en renglones pareados, quiero decir que pone dos y, al cabo de un ratito, otros dos, y después, después, después… dos y dos de repente. Y otra pausa, larga, excesiva. Vamos, para morirse de un ataque de paciencia.

Puedo mirar, eso sí, la tarde lentamente atardecida o ver crecer la hierba, que es un lujo visual que raras veces me permito. O caer en la cuenta de que no fue un mal viernes porque se haya averiado mi línea adsl, que ha sido un mal viernes porque yo estoy perdiendo las ganas de los fines de semana; o las ganas, sin más, de las semanas con todos sus días, y de los meses con todas sus semanas, y de los años con todos su meses. Ya no hay tierras prometidas. Y soy yo el que lo sabe, y yo su causa, aunque quiera encontrar un empedrado al que echar la culpa; aunque en realidad sepa que esa cuna se mece en esta alma, medio metro más abajo de los ojos, que es donde la edad descubre su derrota.

Pues ahí, a medio metro de mí, a muchos de casi todo, este viernes no tuvo buena cara.

jueves, 12 de abril de 2007

¡Poetas, poetas, poetas...!

Hoy iba a escribir, otra vez, de lluvia y de sonrisas. De aquello, porque ha llovido; de esto, por casi lo mismo. Tenía ya hasta las Sonatas de Valle Inclán entre las manos; la de Otoño en concreto, donde creía recordar una hermosa referencia a un día lluvioso. Es parte de ese lícito saqueo a “los grandes”, que se nos permite cuando escribimos, para engalanar lo que vamos a decir. Pero me han interrumpido: me han traído un libro de poemas (?) para que “le echase un ojo”. Y el resultado ha sido una moderada conjuntivitis y la imposibilidad de recuperar el estro que me venía. No puedo comentar nada de ese libro, sencillamente porque ese libro no dice nada. Callo el autor y callo el título: yo no soy ni crítico literario ni poeta. Lo que no puedo callar es lo que me ha parecido más indecente de todo y es que “el tal” es profesor –de 2º de Bachillerato–, vende su “obra” a sus alumnos y, lo que es peor, se la hace leer y comentar (?) para que aprendan su asignatura. Supongo que “el tal” no encuentra en la Historia de la Literatura firmas de mayor autoridad y relumbre.

Uno no deja de preguntarse qué demonios habrá hecho la pobre poesía para merecer ese maltrato a que se la somete y la impunidad con que se hace. Si indagáramos por ahí, sabríamos de mucha gente que juega al tenis o al fútbol y ninguno se define como tenista o futbolista. Sin embargo, cualquier patán que pergeña cualquier majadería en renglones más cortos que los habituales se llama poeta. ¿Por qué? ¿Por qué santa determinación de los hados la gente es tan humilde ante el músculo y tan soberbia frente al verbo? ¿Por qué se demanda tanto esfuerzo para situar el balón en una escuadra –que, por otra parte, me parece muy meritorio– y tan ninguno para que las palabras discurran con la belleza que les corresponde? ¿Por qué habrá tantos “poetas” que “van de poetas”, como dicen los buenos poetas que conozco?

Sólo Dios sabe cuánto lamento no haber hablado hoy de lluvia y de sonrisas.

miércoles, 11 de abril de 2007

Las amapolas y nosotros

El otro día vi las primeras amapolas, que son flores modestas pero radiantes. Exigen poco para ser, probablemente nada. Da lo mismo el terreno en que se encuentren, destacan sin querer; desvían obligatoriamente la mirada del paseante hacia el rincón imprevisto en que se descubren por mero azar del camino. Solitarias, pero sin empacho para florecer junto a cualquier cosa. Ajenas a su virtud de hermosear todo a lo que se acercan, las he visto convertir en espectáculo la rutina monótona de las autopistas, transformar solares y escombreras en paisajes de impensable voluptuosidad, arrebatar a la luz blanca el lujo de sus ondas más apasionadas. Son el catalizador de una belleza capaz de acomplejar incluso a las mismas rosas; no digamos ya a las magnolias, tan exuberantes, tan excesivas, tan inmensas.

Conozco a gente así, que es un regalo para una especie tan creída y vanidosa como la nuestra. Personas que parecen ir de puntillas sobre la vida para que no se les note. Aunque sea empeño inútil, aunque las pisadas más escandalosas de los otros no puedan impedir que oigamos el extraordinario silencio de las suyas. Cuando están, es inevitable que reparemos en ellas; cuando no, es imposible no echarlas de menos. Uno se pregunta a veces qué parte del conocimiento de la Historia se nos escatima, cuánta grandeza anónima, forjada por gente así, ha convertido los solares de las naciones en el rostro más bello de sus imperios sin que nosotros sepamos nada.

Decididamente debiéramos dedicarnos al cuidado de las amapolas.

martes, 10 de abril de 2007

Contar sombras

Hoy he estado a punto de cerrar estos apuntes. Siento un cansancio que no tiene nada que ver con lo que la gente entiende por cansancio. Nada de agotamientos o fatigas o depresiones (cómo odio este término) al uso. Simplemente, me cansa contar sombras. Y es que, como en la “Retirada” de Martínez Mesanza:

El corazón del viejo se ensombrece
mientras las muchas sombras enumera,
y otra guerra recuerda y otros hombres.

Hay sombras por todas partes. Sombras desamparadas de los cuerpos que las permitieron, que las hicieron caricia de los muros y de las cosas, que las dejaron caer distraídamente sobre los volúmenes de este mundo que pensamos –o creemos– real. Las hay de todos los tamaños, colores y densidades. Hay sombras insignificantes de momentos brevísimos que circularon entre los objetos con una sonrisa humilde. Hay sombras grandiosas que recortó la luz de algún día maravilloso y cubren avenidas y parques y jardines por completo. Hay sombras oscuras adheridas a la tierra que se troquelaron en las horas tristes. Y sombras suaves y sutiles que perfiló el amor; o densas y grávidas que disecó cualquier error nuestro.

Y están por todas partes, con su precaria existencia hibernada, en su condición de casi no ser, agarrándose con desesperación a los volúmenes por que anduvieron. Están esperando el milagro prometido de su resurrección en una mirada nuestra, en una mirada sin lágrimas para que no se diluyan. Me conmueve recordar estos versos de Amalia Bautista a su padre (perdóname, Amalia, si con ellos duelo):

Ya estoy aquí. No llores que tu llanto
podría disolverme en las tinieblas
de nuevo y para siempre.

Creo que era egoísta mi cansancio. Seguiré contando sombras, seguiré siendo el pretexto de su resurrección.

lunes, 9 de abril de 2007

El parentesco con la holoturia

Existen mecanismos extraordinarios de defensa en la naturaleza. La idea siempre es que la vida siga adelante, que pueda continuar desafiando esa contumacia del silencio definitivo al que se le van las horas excavando galerías bajo nuestras pisadas. En este sentido, la holoturia (un ser poco agraciado, por cierto) se me antoja particularmente sorprendente. Un animal que practica una especie de pseudosuicidio para sobrevivir, que arroja su alma al exterior para eludir una situación de peligro inminente es, reconozcámoslo, un personaje peculiar. Habría que matizar, tal vez, que lo de “arrojar el alma” es una metáfora, en realidad lo que hace es expulsar sus vísceras; y además, el tanático gesto tiene trampa pues, en algunas semanas, las reconstruye con elegante displicencia. En cualquier caso me parece una catarsis espléndida por amor a su vida.

Yo no sé si Freud era experto conocedor de este extravagante equinodermo, de lo que estoy seguro es que el psicoanálisis practica una estrategia bastante similar. Y quien dice el psicoanálisis dice otras muchas industrias culturales y religiosas con que los seres humanos hacemos por salir adelante y eludir la amenaza constante en que el vivir se acerca al no vivir, o al desvivirse al menos. En mi caso, no me cabe la menor duda: escribo –poesía sobre todo, que es tanto como arrojar al exterior los malheridos tejidos del alma– cuando me siento en peligro, cuando la realidad me acorrala y no me deja ningún desfiladero para la retirada honrosa, cuando los hechos sitian ese vulnerable fortín que es la soledad de uno.

Claro que esto me pasa a mí, que no gozo de la poesía como ejército de empresas grandes sino como herrumbrosa espada de supervivencia en mis desiertos. La literatura –qué extravagancia– es mi parentesco con la holoturia.

domingo, 8 de abril de 2007

Ojos y belleza

Nada descubro si afirmo que la mirada puede ser todo un diccionario de impronunciables palabras, que los ojos han invadido la literatura, no sólo como objeto de admiración, sino también como sujeto de comunicación. En ella –en ellos– podemos cifrar casi todo: la comprensión, la duda, el escepticismo, el dolor, la veracidad, la mentira, la esperanza, la pasión, el desencanto, la ira, la tristeza… Mirar a los ojos es señal de franqueza, pero también de arrogancia. Cuanto digo está escrito en los códigos milenarios de la vida, registrado en las pautas del comportamiento animal y reelaborado de modo maravilloso por el hombre en el arte.

Por eso los ojos son asiento de especial emoción estética. En pintura recuerdo algunos particularmente impactantes. De Velázquez, por ejemplo, “Sor Jerónima de la Fuente”; del Greco, “El caballero de la mano en el pecho”; de Crespi, los de la Virgen en su “Piedad” (anegados por unas lágrimas que parecen estar a punto de resbalar por el lienzo): ojos que amenazan, ojos que parecen verte, ojos que sufren. También la literatura es maestra en su admiración y homenaje, y es tan amplio el catálogo que cualquier referencia va teñida de inevitable subjetividad. Para mí, sin duda, el Conde de Villamediana y aquellos dos milagros en que se acomodan alta deidad y ser esclarecido.

No pretendo hacer ninguna selección de obras significativas centradas en la mirada o en los ojos. Esto es sólo un lamento, un indicativo de lo que echo de menos en el tratamiento de la belleza en nuestros días.

Me quedo con los tópicos clásicos y renacentistas; discrepo de los cánones que galopan entre la ordinariez y la vulgaridad, por un lado, y el diseño de perchas enfermizas, por otro; los cánones que olvidan cualquier dimensión expresiva del cuerpo y se quedan con la sensualidad o el mercado de convencionales modas como únicos criterios.

sábado, 7 de abril de 2007

Ausencias en el alma

Sucede de repente. Un día –un día triste– caemos en la cuenta de que la cifra de nuestros muertos ha crecido de modo alarmante. Por lo común, solemos haber pasado en ese punto la frontera de los cincuenta. De pronto, nos percatamos de que el tiempo, nuestro tiempo, ese precario ser que hemos podido atesorar con indecible esfuerzo, está escoltado por una multitud amada y silenciosa de ausencias que descubrimos con dolor en la memoria. En esa multitud se guardan los relojes, ya inmóviles, que alguna vez marcaron los días del cariño, las horas de la risa, los momentos de la esperanza. Con esa multitud yace lo único que verdaderamente somos, la única esencia consistente de eso que llamamos biografía.

En cierto sentido es contradictorio, pero la "materia" de que está hecha nuestra vida es la incontestable evidencia de nuestros muertos. Tal vez por eso con los años descubrimos que cada vez tenemos más cosas de que hablar y menos interlocutores con quienes hablarlas. Justo al revés que en la juventud, en que la aparición de personajes supera a la de asuntos; o si no, a la intensidad de los asuntos. Nuestro vivir con aquéllos, desarrolla el sentido de éstos. Por eso la vida es palabra con los otros, pero con unos “otros” a los que nos acercamos como a un “tú”; no, según ya dije días atrás, como a un “muchos” amorfo e impersonal.

La vida para el hombre es lenguaje entusiasmado con quienes nos hacen; y la muerte, el silencio con uno mismo.

jueves, 5 de abril de 2007

A propósito de hoy

La realidad de la "cruz" tiene una notable presencia en nuestra lengua: uno "se hace cruces" ante determinado sorprendente suceso, otro jura y amenaza “por esta cruz”, un tercero está “entre la cruz y el agua bendita” advertido de inminente peligro e incluso alguno "carga con su cruz" con espíritu de piadosa resignación.

Infortunadamente la precariedad de nuestras ideas acaba por empobrecerlo todo, como si fuéramos incapaces de ir un poco, solamente un poco, más allá de lo que el primer sentido de los símbolos nos sugiere. La "cruz" es dolor –¡cómo negarlo!– y eso es lo que nos embota la razón, porque el dolor lo interpretamos sólo desde el padecimiento del daño. Pero el dolor excede la animal interpretación del sufrimiento: el dolor también es racional efecto de nuestra intervención en la realidad. En este sentido, la "cruz" es mucho más que la resignada aceptación del infortunio con que la adversidad nos pone a prueba: la "cruz" es la reafirmación histórica de la libertad, el encadenamiento trágico del hombre a las consecuencias de su particular naturaleza. Y para decírnoslo, asumiendo la muerte como precio de su libertad, el propio Cristo –tanto da para este caso que se le piense como Dios o como personaje de especial significado en la Historia– arrostra la circunstancia injusta, afronta su determinación y "carga con la cruz" de la realidad que ha elegido. Aunque nos pese, la "cruz" es la responsabilidad, no la pasiva aceptación de un destino adverso.

Nuestro agnóstico siglo debiera aplaudir esta pedagogía si realmente fuera tan amante de la libertad como proclama. Que tal no ocurra es consecuencia, de nuevo, del fariseísmo ideológico que vivimos: no nos engañemos, el concepto de libertad está tan prostituido como el resto de nuestra mendaz axiología. Ser libre es ejercer el antojo y olvidar inmediatamente. La responsabilidad ha sido arrancada de la ética y colgada en el ropero de los armarios institucionales. Por eso no hay "responsabilidad", sino "responsabilidades" (ya hablé de la “divisibilidad” como la gran enfermedad nuestra), plural éste que la aparta de cualquier tentación de universalidad humana y la cosifica, la metamorfosea en simple secuela que deriva del ejercicio de una actividad socialmente evaluable. Fuera de ello los hombres y mujeres de hoy no son responsables de nada que concierna, ciertamente, a su moral esencia. Pero entonces ¿de qué libertad hablamos?, ¿de ese engendro bucólico de fábula infantil que se empeña en proclamar que los "pajarillos" del campo son libres? Hemos perdido por completo la seriedad de los argumentos: queremos hacer lo que se nos antoje sin tener que pedirnos a nosotros mismos cuentas de nada, queremos que la "cruz" sea liviana, mejor aún, que "no sea cruz", queremos construir el ser, pero como si el ser nos fuera dado y nada tuviéramos que responder por ello, queremos una libertad que se autoaniquile.

El hombre ya no es una "pasión inútil", que decía Sartre, sino una pasión cobarde.

miércoles, 4 de abril de 2007

De la autocrítica a la tristeza

Reconozco que ayer me puse algo espeso. Tanta matemática, tanto que si "dentro" que si "fuera", tanto delirio de mundo racional o irracional; tanta arrogancia enunciativa (“no me sorprende…”, “no me interesan…”, “elegante sandez…). La verdad es que a media tarde tuve una subida en la sangre del índice de melancolía y, cuando empecé a escribir, quise por todos los medios evitarla y evitarme. De ahí, la frialdad de los cristales. De hecho, llevo unos cuantos días bregando con estas alteraciones “anímico-hematológicas”. Y mucho me temo que, en cuanto baje la guardia, se van a poner por montera mi tenaz voluntad.

Por ejemplo, hoy; un día de contraluces débiles, de lluvia y verde recién nacido en esta casi contrita primavera (si estará dolida por su presumible sensualidad que hasta se ha puesto a nevar al otro lado del Guadarrama); un día con prisas de ocio, que son como las de negocio, pero, al parecer, más letales; un día en que los ciudadanos se disponen a disfrutar de unos fechas que en su origen no eran para “disfrutar”, sino para “conmemorar”; aunque, en realidad, ya sabemos que actualmente las fiestas carecen de festividad: ni celebran, ni evocan, ni festejan. Son paréntesis de nada que se llenan con esa ordinariez que es el turismo, y digo ordinariez porque, a pesar de tanto movimiento de la gente de un lado para otro, no nos ha hecho más cultos, ni más inteligentes, ni más críticos. Es como todo: se publica mucho, los ciudadanos compramos libros copiosamente, el número de internautas crece como la espuma, las exposiciones registran afluencias masivas de un público ávido y curioso… Y sin embargo, no sé si será otra enfermedad mía, yo veo a la gente cada vez más vulgar, menos cultivada, más incivilizada, nada exquisita.

No está mal, con estas reflexiones he conseguido controlar, de nuevo, mis índices “anímico-hematológicos”. A lo mejor ha influido este sol que acaba de salir como queriendo coronar el atardecer de hoy. Aunque me parece que no, sencillamente porque no me he sacudido de encima la melancolía: la he sustituido por la tristeza.

martes, 3 de abril de 2007

De la cristalización al "principio antrópico"

Siempre me ha llamado la atención la cristalización de los minerales. No me refiero al proceso, al cómo (que también): para eso está la ciencia que sabe mucho de casi todo. Ocurre, a mí por lo menos, que las preguntas que más inquietan no quedan satisfechas por el enunciado de los mecanismos que las explican. Lo que nos admira es por qué son las cosas que son. Pero, no cunda el pánico, a pesar del dichoso verbo “ser”, no tengo la intención de ponerme metafísico; en todo caso, estético o matemático que, en apreciación kantiana, son bastante coincidentes.

No me sorprende, aunque me agrade saberlo, que existan procesos de sublimación, de precipitación, de metamorfismo… que explican cuándo, dónde y en qué circunstancias los minerales cristalizan. No me interesan ahora las fuerzas o energías que la naturaleza pone sobre el tapete para que surja la maravilla de un cristal de cuarzo. La ciencia, a la que amo y admiro, me deja siempre a medias. Lo sorprendente, lo ciertamente sorprendente, es que los átomos se dispongan en una estructura que mantiene proporciones matemáticas, de resultas de lo cual aparece un cuerpo racional y estético. Lo extraordinario es que haya matemáticas y estética (aunque esto segundo se me discutirá bastante) no sólo en la cabeza del hombre, sino en ese exterior, anónimo y mudo sin nosotros, que es la naturaleza. Un realista (es decir, cualquiera hoy en día) me dirá que confundo la secuencia, que hay matemáticas en nosotros porque antes están “ahí fuera”. Bueno, dejemos esto de “dentro” y “fuera” que, no sólo Kant, también la mecánica cuántica lo han trastornado ya bastante. Al realista (¿ingenuo?) habría entonces que preguntarle: ¿y por qué hay proporciones, equilibrios, armonías o constantes matemáticas en "ese exterior”?

Y he aquí lo que se responde invocando el principio antrópico: “porque si el mundo no fuera así, tú no estarías en él con tales inquietudes; esa pregunta carece de sentido”.

Una elegante sandez que deja intacta mi curiosidad: un mundo sin razón, un mundo que “no fuera así” ¿podría ser?; ¿puede la ciencia racional demostrar que “existe” o “puede existir” (no sólo pensarse) un universo irracional? Y si no puede, ¿responde a algo esa respuesta?

lunes, 2 de abril de 2007

Hasta mañana

(Severamente serio hoy. Cerremos el día con un... soneto, por ejemplo)


Dijiste “hasta mañana”; y parecía
que aún habría tiempo, que mañana
vendría un día más a esta ventana
a renovar la luz que te advertía.

Veinticuatro impaciencias de agonía
que me han robado el alma circadiana
a fuerza de esperar. Espera vana:
¡no habrá jamás un nuevo mediodía!

Me quedan unos versos fragmentados
por algunos rincones del olvido.
En su noche recorren tu desierto.

De retirada van y derrotados
por no haberse en tu nombre reunido.
Dijiste “hasta mañana”. Y no fue cierto.

Estereotipos y paradigmas

Es curioso, pero, de tanto apelar a nuestros saberes y conocimientos como rasgos distintivos frente a las demás especies, se nos ha olvidado que lo que auténticamente nos diferencia de ellas es que somos el único animal capaz de creer. Las abejas saben geometría de prismas hexagonales, los castores ingeniería hidráulica, las cigüeñas arquitectura doméstica… Por supuesto, ninguno sabe que lo sabe, pero no por ello dejan de ser saberes. Lo que no pueden hacer ni la abeja ni el castor ni la cigüeña es “creer”. Eso es cosa nuestra.

Lamentablemente nos hemos vuelto demasiado pragmáticos y las creencias no reportan ninguna utilidad material. Suponen, eso sí, valor moral y paradigma: una suerte de brújula que marca remotos nortes para impedir que naufraguemos en el inevitable caos que es la vida. “Pero esto ¿para qué sirve? – me dirán–: uno puede vivir perfectamente siguiendo estereotipos y consignas incorporadas de los demás que, a fin de cuentas, son sociedad ya civilizada”. Dejando aparte eso de que nuestra sociedad sea ya civilizada, no sé si se podrá “vivir realmente” así; pero sí sé que, como en teatro, la inmoralidad consiste en el gesto acomodaticio, en el ademán que, por esperado y manido, traiciona la credibilidad del actor en escena. La inmoralidad es la encarnación del estereotipo.

Y es que una cosa es el intérprete de estereotipos y otra, muy distinta, el seguidor de paradigmas. Aquél es un sujeto convencional; éste, un tipo moral. Y así, mientras el "intérprete" se limita a reproducir el modelo recibido sin asumir ni analizar nada, el "seguidor" analiza y asume el paradigma; pero no lo interpreta: lo vive moralmente. La Historia ha atravesado etapas de uno y otro sello; no nos será muy difícil identificar en cuál estamos ahora.

Aunque ya sabemos que la entropía acaba imponiendo su dramático fatum; y, a fin de cuentas, un estereotipo no es otra cosa que un paradig­ma en avanzado estado de descomposición.

domingo, 1 de abril de 2007

Convencionalmente incorrecto

Ha terminado hoy la tarde como debía; quiero decir, lloviendo. Es un deber de las fechas que corren y, tal vez, la única esperanza para acabar con la sequía en nuestras latitudes. No sé cómo no se le ha ocurrido a nadie: si se decretase una Semana Santa cada quince días, tendríamos garantizada una quincena mensual de copiosas precipitaciones. Y además, yo sería feliz. Entiendo que esto importe menos, aunque para mí es algo bastante digno de tenerse en cuenta.

La verdad es que me gusta la lluvia y el color del día lluvioso, la convicción de intimidad que deja, los jardines silenciosos y vacíos, el olor del aire… Cuento, por supuesto, con todas las réplicas agoreras: “sí, todo precioso, pero ¿y los atascos?, ¿y la incomodidad de los paraguas?... Eso si se trata de una jornada de trabajo porque si estamos de vacaciones, ¿qué clase de vacaciones son ésas? No se puede tomar el sol, no se puede holgar en la playa, no se puede pasear (?)...”

Lo siento mucho, pero me da lo mismo. Además de cuestionar todas esas apreciaciones, no tengo más remedio que argumentar que no hay nada que guste que no tenga inconvenientes. En mi caso, desde luego. Quizá por eso todo el mundo está empeñado en demostrarme lo malo que es fumar (que, por otra parte, ya lo sé), o beber (que sucede otro tanto), o tomar bicarbonato (que me encanta), o “relacionarme” poco (esto sí que no lo entiendo, ni entiendo que le importe a nadie), o que no soporte la verdura (que me parece perfecta, para los antílopes, por ejemplo), o que sea apasionado (toda pasión es destructiva), o misántropo, o antipático, o nada “divertido” (menos mal, diría yo)… En fin, que como soy un asquito (conste que callo otras muchas incorrecciones porque me cuido de la Laica Inquisición), añado para completar mi desagradable imagen que me gusta la lluvia.

Y es que me pasa lo que a Cyrano:

Yo al ver uno que, ceñudo,
me niega al paso el saludo
pienso “un enemigo más”.
Y gozo…

¡Qué le vamos a hacer!

sábado, 31 de marzo de 2007

El olvido

(A mi padre, que nunca leerá este blog y que, además, es preferible que nunca llegue a leerlo)

Me aterra perder la memoria. En realidad es la única propiedad que nos sostiene verdaderamente en la existencia. Como decía San Agustín: “allí me encuentro yo a mí mismo”; y encontrarse con uno, aunque no siempre sea gratificante, es una didáctica portentosa. Pero la memoria es más, mucho más. Es saber, es tristeza, es alegría, es nostalgia, es ternura, es desolación, es fortaleza… es ser incuestionable, sido ya, sin duda; pero, por eso mismo, reino de lo que ya no podrá dejar de ser nunca.

La peor muerte es el olvido, la negación absoluta de uno, el anonimato del tiempo que vivimos y que, si alguien lograra hacer pasar ante nosotros, seríamos incapaces de reconocerlo. Ese horror de la edad, esa insistente lucha del hombre viejo que siempre cuenta la misma historia (historietas, decimos despiadadamente) es un acto de heroica supervivencia. Se niega la memoria a diluirse, se aferra al tablón de una anécdota que flota en el naufragio de la vida como si repitiera: “esto fue, esto fue… esto es”. Y por eso cuenta, una y mil veces, el mismo suceso, la misma alegría, la misma tristeza. “Esto fue, esto fue… ¡esto es!”.

Me aterra perder la memoria; y no la trato bien, lo reconozco. Y es que acabar con uno no es fácil sin provocar daños colaterales. En cualquier caso quisiera terminar antes que ella, tenerla toda ante mí en el último momento, llegado ­–a ser posible– de improviso, y poder decir, como Juan de Tassis al caer mortalmente herido por mercenaria espada: ¡Esto es hecho!

viernes, 30 de marzo de 2007

El triunfo de la entropía

Me preocupa la distorsión bajo la que, últimamente, veo esa cosa exterior que llamamos mundo real. Es una percepción que se queda a mitad de camino entre un paseo por el Callejón del Gato valleinclanesco y una visita a los “Caprichos” de Goya. Lo sensato sería preguntarme, antes que nada, por la salud del ojo que así observa o la razón que de tal modo examina. Sin embargo, no tengo la menor duda de que la distorsión procede de lo otro, de lo ajeno, de lo dispar. Además, si hace unos días tildé de insensatez a todo el universo, no podría aspirar esta insignificante mónada a ser más que su continente configurador. Me quedo y apropio el excelente apelativo de insensato que inútilmente critica la creciente entropía de la sociedad en que vive (o muere, que para el caso es lo mismo).

Es, ya lo sé, una batalla perdida. La tiene como tal la Física y la hemos visto, repetidamente, desbaratar imperios y culturas a lo largo de la Historia. Es la fatal tendencia al desorden; a la amorfa y gélida igualación de la energía en la naturaleza; al informe y aterrador relativismo en la moral, en la justicia, en el arrojo para defender el valor contra el desvalor, la belleza frente a la fealdad, la ciencia ante la opinión. Es el no estar seguros de nada y pidiendo perdón por casi todo. Es la humildad mal entendida como rendición, como miedo, como cobardía.

La verdad es que, si pienso como especie, no tengo por qué preocuparme: pronto seremos sustituidos por culturas más vigorosas, más convencidas de sí mismas. Y es que el convencimiento es energía real, estallido de vida que no repara en idiotas disquisiciones.

Desgraciadamente, sólo puedo pensar como un hombre envejecido desde una envejecida grandeza a la que echa de menos.

jueves, 29 de marzo de 2007

Nocturno demencial

Me duele la mano, pero necesito compulsivamente escribir para todos y para nadie, que es como subtitula Nietzsche su Zaratustra. Aunque no tenga nada que decir; ¡qué más da! Será que me sobran palabras, o que ya han agotado sus posibilidades en la cadena de fusiones sucesivas, desde las más livianas a las más pesadas. Igual que en las estrellas, su masa debe de superar el límite de Chandrasekhar (qué bien queda esto de escribir un nombre tan sofisticado, tan específico y que me costaría tantísimo pronunciar con mediana corrección). Soy una supernova potencial, huelo el estallido. Palabras, palabras, palabras… (otra vez Hamlet) por doquier, a diestro y siniestro, sin concierto ni orden, reventándome el alma vocinglera.

Sigo en la historia de ayer; ya debo de ser un agujero negro (qué ironía en mi caso). Nada puede escapar de esta brutal atracción. Escupo nombres, verbos, adjetivos… Se doblan en curvatura infinita, regresan otra vez al núcleo infame de su nada. El infierno es gritar y que rebote el grito en las paredes de la propia oscuridad. Pero uno se siente mejor si habla sin necesidad de justificar por qué lo hace. Uno aúlla “estoy harto”, por ejemplo, y lo vuelve a escuchar infinitamente: “estoy harto, estoy harto, estoy harto…” Y no tiene que explicarlo porque se queda en uno mismo, que ya lo sabe, o que aún no lo sabe. Da igual: ¡alivia! Hasta la mano va más ligera, ya casi ni duele, aunque no se diferencian claramente los nudillos: son un casco de esfera casi perfecto. Espero que no estén a punto de otra explosión estelar. Sólo faltaría eso: otra supernova; ésta, en el lomo de la mano… y unos dedos nebulosos repartidos por doquier. Tendría gracia verlos flotar en un halo luminoso mientras el brazo se consumía en otro agujero negro que a su vez absorbía a este estúpido cuerpo comprimido en la oscurísima oquedad de sus palabras.

Todo esto es una soberbia imbecilidad. O mejor, “santa”, suena notablemente más al tiempo que engrandece la idiotez. Todo esto es una santa imbecilidad. Ahora sí; además, la inteligencia es culpable y demoníaca. La pagana estulticia de nuestros días ha elevado al sandio a los altares.

Adoremos pues la gilipollez, está de moda, tiene futuro, todo el futuro de esta vaciedad desnortada. La única palabra que siento no tener, tal vez porque es la que me ha engullido, es la que sería capaz de desenmascarar tanto... tantísimo cretinismo.

La viajera

(Caros amigos, no están hoy las ideas nada lúcidas y, por si fuera poco, tengo hinchado y dolorido el dedo corazón, que es el que uso en el teclado: esta mañana, en un ataque de “impaciencia masoquista” le he pegado un puñetazo a una columna. ¡Ya me conocéis! Así que tiro de archivo y os castigo con otro poema. No creo que os cueste trabajo averiguar quién es "la viajera").


En tu caso prefiero no saberlo,
no impacientar las horas con preguntas,
no saber el andén que te demora,
o tu alada impaciencia, o tu premura.
En tu caso es mejor que, de improviso,
suene el timbre de casa y luego tú,
en el umbral, de pronto, de mi puerta
me digas lentamente: “ya he venido”.

No quiero los relojes en vigilia
inquietante para saber que es antes,
que es ahora, o después, o que te faltan
tres o cuatro estaciones; ni si tienes
o no que repostar una vez más
porque no has planeado bien el viaje.

En tu caso no quiero que un teléfono
me advierta o te defina o me prevenga.

Y así un día, cualquiera, el que tú quieras,
sin advertencia ni anterior palabra
–como vino el amor, como la vida
y poco más de lo que igual importa–,
aparezcas en casa de improviso
para que yo te hospede para siempre.

miércoles, 28 de marzo de 2007

Almas y agujeros negros

Puede que su número sea inconmensurable, superior incluso al de estrellas visibles. Enormes unos, insignificantes otros: negras gargantas, depredadores ávidos de mundos luminosos que jamás podremos ver aunque seamos capaces de rastrear sus señales. Son agujeros en la piel del espacio que llevan a la nada según unos; o estaciones de metro, según otros, que nos permiten desayunar en casa y almorzar en Andrómeda un día cualquiera. Dicen los que de esto saben que son parto de muerte de estrellas grandiosas, soles de masa 1,4 veces superior al nuestro, reventones de supernovas en cuyas nebulosas nacen nuevos astros. Pero, para mí, son el tanático instinto de la noche, la tentación del suicidio en un universo que parece odiarse o, tal vez, amarse tanto que aspira a recluirse en un dedal de densidad infinita.

También, lo apuntaba hace dos días, se producen en nosotros. No sé si por la edad (¡gravitación inmensa de los años!) o por una demencia repentina: el estallido de una supernova en el alma ante un suceso de masa 1,4 veces superior a los sucesos por ella soportables. Lo cierto es que existen y que, cuando pasamos cerca de ellos, sentimos un tirón brutal en la garganta que se lleva palabras con ideas, sentimientos y lágrimas a su negro destino. Y todo queda allí, en inefable oscuridad, de donde nadie ni nada es capaz de arrancarlo. Caos íntimamente intratable, fondo abismal del silencio que nos anula vorazmente por más que, en una remota superficie nuestra, quede un halo radiante, un cerco luminoso, una vaga nebulosa.

Pero, ya lo dijo Zaratustra (o Nietzsche, que tanto da): “…es preciso llevar dentro de uno mismo un caos para poder poner en el mundo una estrella”.

martes, 27 de marzo de 2007

Entrando la noche

(No hay tiempo para mucho más; además, tengo un día de tentaciones que me haría caer en errores de los que luego arrepentirme. No quiero entonar otro “Mea culpa”).


Apaga el día, amigo mío. Cierra
todas las ventanas. No estamos ya
para advertencias ni otras cosas. Dime
si amenaza la noche ser lluviosa
o luminosamente bella. Mira
si siguen apagadas las farolas
o todavía hay niños en su calle.

Y apaga luego el día suavemente.

Mi solo patrimonio es mi cansancio,
un cansancio de extrañas avenidas
que nunca llegan a ninguna parte,
un cansancio de parques otoñales
y envejecidos árboles que mueren
de olvido. Apaga, amigo mío, el día
antes que sea demasiado tarde
o aparezcan señales engañosas
en el cielo. Ya es hora de encerrar
las palabras y todos los delirios
en el cofre de los muchos años.

Apaga el día, amigo mío, y vete:
la soledad al cabo es llevadera
para quien tanto y más lleva soñado.

lunes, 26 de marzo de 2007

"Días de vino y rosas"

Hay días con vocación de lluvia que no llega a producirse y se quedan en alerta grisácea de atardecer sin desenlace. Hay días de punto y aparte, que cierran un párrafo y se quedan temblando sobre el vértigo del siguiente. Hay días que no tienen tantas horas como parece, o que tienen las mismas y casi no se notan. Hay días que tienen más, muchísimas más de las debidas, días que parecen decelerar el tiempo, densificar cada segundo hasta convertir el alma en un agujero negro del que nada sale y donde todo se eterniza. Y hay días que tienen vestidura de término, de cancelación de etapa, de final en blanco y negro como en las películas antiguas. Es decir, que hay días para todos los gustos y disgustos.

La pena es que no siempre podemos elegirlos; diría, más bien, que son ellos los que nos eligen. Entran a saco en nuestros precarios equilibrios, hacen y deshacen según les viene en gana mientras nuestra voluntad se atrinchera en lo que puede (las más de las veces, muy poco); nos halagan, nos menosprecian, nos enaltecen, nos olvidan… Y nosotros los recibimos, generosamente; los colocamos entre los que hubo antes y el vacío inquietante de los que quizá vengan después. No deja de ser todo un gesto por nuestra parte; no me refiero al hecho de colocarlos, sino a la generosidad con que los recibimos; me refiero a la voluntad de vivirlos, de hacer las paces con ellos, de creer, tal vez ingenuamente, que nos van a pagar con igual moneda. Pero no lo hacen, nuestra virtud es siempre canjeada por su santo antojo.

Reconozco que, a veces, me dan miedo; sobre todo los que viniendo de la dicha se abren al silencio, los que nacidos en la luz apuntan a la oscuridad. Y es que los días de vino y rosas fueron, al cabo, días de final (y no sólo final) en blanco y negro.

domingo, 25 de marzo de 2007

El universo insensato

Por lo general nuestra vida, individualmente considerada, vale muy poquito; cualquiera, aquí no cuenta haber nacido genio o vulgaridad inevitable. Dentro de tres mil años (si da tiempo a tanto tiempo) el propio Einstein será casi una anécdota en un etérea enciclopedia que se perfilará en memorias imposibles de concebir ahora. Yo (no sé los otros) ni siquiera alcanzaré el rango de una sombra de sombras disuelta en una absoluta oscuridad. Quedará de nosotros el perfil imposible de un asunto que devoró la noche más inexplicable, cuyo nombre me callo por ternura.

Con este preámbulo quizá se esperen conclusiones existencialmente dramáticas o enjundiosas meditaciones acerca del sentido o sinsentido de nuestra vida. Y no, no es exactamente eso lo que pretendo decir. Contrariamente, lo que me sorprende de nuestra aparente insignificancia es la absoluta indigencia del universo frente a ella. Este pequeño agregado de materia orgánica que somos es donde, sorprendentemente, el infinito parece desenvolverse más a gusto. Es donde sabe de sí, donde conoce su armonía, donde desvela sus leyes, donde se pavonea de su belleza... Decir que somos la razón fundamental de que tanta inmensidad exista, sé que retuerce el principio antrópico hasta extremos que cualquier especialista abominaría. No me importa, a fin de cuentas yo no soy cosmólogo; lo que sí me importa, y mucho, es comprender que, sin nosotros, tan maravilloso espectáculo no sería nada, menos aún que ese perfil imposible de que hablo devorado por la noche más inexplicable.

Y sin embargo (¡qué insensatez!) ese universo, que se sabe porque lo sabemos, acabará consigo a fuerza de acabar él con nosotros.

sábado, 24 de marzo de 2007

El gato, el vendedor y el cambio horario

Creo que coincidiría con la mayoría de la gente si asegurase que el cambio horario de la primavera me produce una notable desazón: ya se encarga la vida de acelerar el tiempo lo suficiente como para que nosotros le demos facilidades con frivolidades como ésta. Sin embargo, según escuchaba hoy la noticia, se me han aparecido de consuno mi querido vendedor de recuerdos irreales y mi igualmente apreciado gato de Schrödinger. Tal parece que ambos me venían con alguna reclamación, sobre todo el segundo que protestaba con animal energía porque me lamentara yo de una hora que se quedaba en el limbo de la vida, en ese no ser que hubiera sido o en ese haber sido que nunca llegó a ser. Debo reconocer que me ha parecido justa su protesta: quien como él existe en una realidad esquizofrénica sabe muy bien de los equilibrios que hay que hacer entre lo que es y no es de modo tan irracionalmente simultáneo.

El vendedor, lógicamente, venía a defender su negocio. ¿Cómo podía quejarme yo de una hora que para él supone algo así como la temporada alta de su industria? Una hora que corre por nuestros relojes tan veloz que no permite que suceda nada real en nuestra vida es el mercado ideal para colocar sus productos. Tenía razón, esos sesenta minutos prodigiosos, que van a transcurrir en apenas tres segundos, marcan el intervalo de los sueños. Es entonces cuando debieran ocurrirnos los hechos más extraordinarios, los hechos que no caben en las restantes horas de vulgaridad, que son las que constata el observador del pobre gato al abrir la caja.

Y me ha convencido el buen hombre; tanto que le he encargado un par de sucesos maravillosos que me entregará puntualmente a las tres de la madrugada. Unos pocos segundos para recordar una hora que, paradójicamente, nunca habrá existido. Espléndido.

Si alguno está interesado, puede hacer su pedido a este correo: recuerdos.irreales@schrodinger.com

viernes, 23 de marzo de 2007

Amar la vida

Estoy viendo a través de mi ventana un chopo, ayuno aún de primaveras, desde una de cuyas ramas, a su vez, me observa un gorrión no sin cierta indiferencia. Entre el chopo, él y yo estamos construyendo un momento único, de nula trascendencia, por supuesto; pero único. No volverá a repetirse nunca una luz como esta luz agónica en el poco día que le queda, ni un pájaro así en el punto preciso de esa rama en que ahora lo veo, ni este yo taciturno y tardeado a quien mira él con displicencia. Estamos los tres ya reunidos en un fotograma excelente en su temporal soledad (lo único siempre es lo solo), un fotograma de nuestras vidas, hoy excepcionalmente coincidentes. La única diferencia entre nosotros es que este intervalo en mí se hace conciencia, en mí se vuelve palabra.

Decía Ortega, nuestro Ortega, que cada hombre tiene una misión de verdad; es decir, de alguna forma somos hacedores del ser. La alegría que siento cuando ocurren determinados hechos o la tristeza que me embarga cuando suceden otros son alegrías y tristezas que nunca antes fueron y jamás volverán a ser. Las pone este modesto yo en la verdad existente, se crean conmigo y desde mí, pertenecen, desde el momento en que pasan, a una eternidad imborrable en la infinita memoria del ser. Son ontológicamente verdaderas.

Cada momento de la vida, desde la más insigne hasta la más mezquina, es un ejercicio de divinidad. No es que juguemos a crear, es que creamos de modo inevitable porque estamos humanamente vivos.

Esto es lo que para mí significa amar la vida. Nadie podrá decir hoy que soy un pesimista.

El prisionero

Los hechos son obstinados: hoy, es decir, ayer he sido desleal. La razón, una avería en la corte de mis mensajeros (esa vulgaridad que nombran ADSL). El percance me ha hecho caer en la cuenta de que, como en el romance, yo también soy un prisionero que sabe acerca de los demás por una avecilla que canta tras de sus rejas:

Matómela un ballestero;
déle Dios mal galardón.

Desde ventanas ajenas (veremos por cuánto tiempo) lanzo un poemilla de días atrás y curiosas coincidencias con el “percance”.

Hubo una vez un pájaro imposible
del que nunca supieron los catálogos.
Su cielo era de sombras cableadas
y sus alas, esgrima de la tarde;
su vuelo, los iconos encendidos
y su nido, mis ojos, mi esperanza.

Volaba cada día desde todos
los enredados pálpitos del mundo,
me traía noticias de una tierra
que existe más allá de lo que existe
cada vez que cifraba las palabras
y el alma disfrazaba tras los signos.

Vivir entonces sólo fue aguardar
que otra vez de esa tierra regresara
y saber que, en efecto, alguien había
allí, del otro lado, cerca y lejos
de mí, en silencio cómplice, esperando
mis señales, acaso mi existencia.

Alguien cortó sus alas y mi vida
aquel atardecer que Dios confunda;
alguien que mal me quiere y que mal haya.

miércoles, 21 de marzo de 2007

En soledad, no solo

Confieso no entender las tendencias gregarias de algunos individuos de mi especie. Ese afán de interpretar la dimensión social humana como cantidad de gente reunida, ese medir la riqueza de la relación con los otros en función del número de otros relacionados, esa desazón por encontrarse, verse, hablarse de varios en varios, de muchos en muchos, de inmensidades en inmensidades se me antoja, a mí por lo menos, un tanto preocupante. Yo diría que es una rasgo disecado de juvenilización (palabreja esta que emplean los antropólogos para hablar de la pervivencia de rasgos juveniles en nosotros), es decir, pura taxidermia de la adolescencia, que es cuando se va en grupo a todas partes. Pero, fuera de esta etapa de la vida, en que lo más importante es superar debilidades y conquistar certidumbres, insistir en la idea grupal de la relación es un atraso y no aporta nada a nadie, salvo escándalo, barullo y un punto de alienación.

La vida con los demás, humanamente hablando, tiene la finalidad de hacer un cosmos de cada uno de esos “demás”; y digo cosmos (orden), que es concepto cualitativo, y no caos, en que el desorden implícito nos deja "el todo" en mera y confusa dispersión cuantitativa. Pero construir el orden requiere sosiego y relación exquisita; exige diálogo, palabra, atención, preocupación por el otro, interés… Sólo unos pocos pueden participar de este banquete, y esos pocos se habrán elegido entre sí por sus recíprocas afinidades. La gente que necesita estar con mucha gente es porque todavía no sabe soportarse a sí misma ni vivir con personas: sólo sabe coexistir con multitudes (cuando les faltan éstas, suelen encender el televisor, que es la multitud más amorfa que puede pensarse).

Nunca estamos solos si hemos aprendido a estar, de verdad, con los demás; o, como más bellamente dice Quevedo:

Puedo estar apartado, mas no ausente;
y en soledad, no solo…

martes, 20 de marzo de 2007

Elogio de la farsa

Debo al teatro, en cuyo sueño viví hace mucho tiempo, y a la edad, considerable y más cada día que pasa, el arte de ser un farsante. Una confesión como ésta dice poco de mí, qué duda cabe; pero, como con todo, la procesión va por dentro. Si nos atenemos al diccionario, farsante, en su segunda acepción, “…es la persona que finge lo que no siente o pretende pasar por lo que no es”; lo que, inmediatamente, nos hace pensar en un sinvergüenza. No, a eso no estoy dispuesto. Las palabras, ya se sabe, son traicioneras y, al menor descuido, nos atracan el alma para robarnos los significados justos. Y todo por culpa de que fingir es verbo que se mueve en entornos semánticos poco recomendables y de que la salud de que goza el sustantivo originario (farsa) no es nada buena.

Se alaba tanto la verdad y la veracidad que su uso acaba por vaciarlas y hacerlas perversas. Se diga lo que se diga, no es "siempre" el adverbio deseablemente compañero de ellas. Quien asegura que “siempre” dice y actúa con verdad o no dice verdad, o es un energúmeno de crueldad sin límites. Y no me refiero a las mentiras piadosas, a cuyo norte solemos orientar las brújulas de nuestras contradicciones; hablo de la preocupación, por algo o por alguien, que no debe mostrarse porque, de hacerlo, invadiría injustamente espacios que no nos corresponden; hablo de enterrar las palabras que arañarían algún alma inocente, por más que en defensa de una autenticidad a ultranza debieran decirse; hablo de las veces en que debemos hacer "como si no pasara nada", aunque esté pasando todo a medio metro de profundidad de uno… Hablo de la farsa, defiendo la farsa y rompo todas las lanzas que sea preciso por la farsa si, aun con dolor, nos hace auténticamente humanos.

Y el que esté libre de ella que arroje la primera verdad.

lunes, 19 de marzo de 2007

Sísifo victorioso

Sísifo no es grande por su astucia o por su insolencia ante los dioses; no lo es tampoco por haber encadenado a Tánatos o por haber sido condenado al burlarse de aquéllos. Lo que hace verdaderamente grande a Sísifo es su castigo, quiero decir el tipo de castigo que se le impone: la tarea inútil, la empresa absurda de empujar una roca hasta una cumbre desde la que vuelve a caer al mismo valle para requerir el mismo necio empeño. Eso es lo que ha excitado la imaginación de escritores y artistas: su vecindad con el quehacer humano, con el esfuerzo de seguir agarrándose a la vida a pesar de todo.

Yo quiero pensar a Sísifo en el valle, al comienzo de su condenada empresa; quiero pensar en cualquier ser humano al principio de la jornada, soñando la sonrisa que va a justificarla, creyendo firmemente que la piedra, por fin hoy, va a detenerse allí arriba, para siempre, y que se va a poder encaramar sobre ella, como un halcón sobre su presa, para contemplar en el atardecer la luz definitiva de su victoria.

Frente a Camus, yo no quiero centrarme en la conciencia de Sísifo durante el descenso. No me importa que sepa entonces su tragedia. No quiero imaginar a Sísifo cuando, casi en la cima, empieza a sentir un habitual temblor en las manos que, en el pálpito imposible de la roca, barrunta que aquél es otro intento sin destino, otra tarea sin razón, otro día sin sonrisa. Y que después sólo queda el descenso, terrible, gravado, no por el cansancio, sino por el recuerdo de su repetida inutilidad… Y la noche, el insomnio, la soledad, su llanto confundido con el sudor hasta convencerse (o resignarse) de que el esfuerzo “basta para llenar el corazón de un hombre”. Es así como imagina Camus a Sísifo dichoso.

Yo no. La dicha que imagino de Sísifo está en su victoria, en la convicción de su victoria sobre el empeño de los dioses, en su santa y grandiosa rebeldía humana, no en su resignación al absurdo.

domingo, 18 de marzo de 2007

La imbecilidad creciente

Esta mañana he estado paseando por Recoletos bajo las acacias todavía desnudas y atormentadas de este domingo preprimaveral. Me he detenido unos instantes junto al estanque de la Mariblanca, que sigue siendo estanque, pero ya sin Mariblanca. Hará más de veinte años que hubo que llevarse de allí a la novia de Madrid, gracias a ese síndrome de animalidad urbana que se conoce como gamberrismo. Se la devolvió a su lugar de origen en la Puerta del Sol donde, en el siglo XVII, coronaba una ya inexistente fuente. Hoy está sobre un pedestal seco de unos cinco metros de alto; con lo que podemos decir que disponemos de un estanque sin Mariblanca y de una Mariblanca sin fuente.

El gamberrismo, en cualquiera de sus manifestaciones, es un ejercicio de animalidad en bruto. Nada tiene de nuevo y uno lo conoce de toda la vida. Lo que sí ha cambiado, desde los años oscuros de la estupidez, ha sido la respuesta de la sociedad al mismo. Se trata de un problema de semántica, por un lado, y de cobardía axiológica, por otro. En cuanto a lo primero, la palabra gamberrismo se disuelve en apelativos pseudoartísticos, pseudoculturales y pseudopolíticos de muy difícil tratamiento. Así, el que pintarrajea una pared no es un gamberro que ensucia una fachada, sino un joven que expresa su rechazo al injusto mundo, o a lo que sea, a través de un graffiti (al parecer, uno de los cuatro elementos de la cultura hip-hop). En cuanto a la cobardía axiológica, el problema es más grave. Se trata, ni más ni menos, de que la cultura, nuestra cultura, la que se levanta sobre los hombros de Aristóteles, Cristo, Dante, Miguel Ángel, Velázquez, Shakespeare, Cervantes, Galileo, Newton, Beethoven… ya no tiene valor para defender su valor, ya no cree en sí misma, es un cadáver al que seduce y arrastra cualquier majadería. Y es que la palabra cultura está tan desnuda de sentido como las acacias de esta mañana.

Pero ya lo dice el Eclesiastés: el número de imbéciles es infinito.

sábado, 17 de marzo de 2007

Cultivar asombros

A veces sale el Sol cuando esperamos y, a veces, cuando no creemos. Estas segundas ocasiones son, sin duda, mucho más gratificantes porque entre no creer que algo ocurra y suceder que eso de repente pase, media la enorme distancia del asombro.

El asombro es un rasgo de animal joven, de criatura que se sitúa ante la realidad como si ésta fuese un espectáculo maravilloso. Es una respuesta de humildad ante los hechos, algo así como el reconocimiento tácito de que uno no lo sabe todo o, mejor aún, de que uno no sabe casi nada. El asombro es compañero de la ignorancia, pero familiar del misterio y lo sublime; es vecino de lo extraordinario, catalizador de la admiración, espuela de la curiosidad y, por todo ello, aliado de la indagación, el conocimiento y la sabiduría. En definitiva, el asombro ha sido durante milenios el trampolín que lanzaba al hombre hacia su presunta inteligencia.

La incapacidad que han mostrado las últimas generaciones para comprender algo tan sencillo es una de las razones que explican el deterioro de muchos de nuestros individuos más jóvenes. No se entrena al niño en el asombro; contrariamente se le arrebatan los misterios y se vulgariza su fantasía, se le rodea de prodigios con indecente normalidad y abundancia, y a sus preguntas cotidianas no se responde con portentos, que es lo que demanda, sino con “explicaciones” que nada le explican. Con tal acopio de bobadas en sus alforjas, cuando el niño alcanza la pubertad, ese momento tan necesitado de maravillas que deben desvelarse, se encuentra que no tiene nada. Y se aburre, se aburre en el fondo del aburrimiento sembrado en sus tierras sin el abono de los sueños. El niño, como el hombre en su historia, necesita mitos para conquistar razones. Cultivemos asombros y cosecharemos inteligencias sanas.

Y ahora, según ayer me aconsejé, me voy a sentar en ese banco donde debiera lucir el último renglón de la tarde o, quizá ya, primero de la noche.

viernes, 16 de marzo de 2007

Mea culpa

He estado releyendo el apunte de ayer y no hago más que preguntarme si no debiera darme vergüenza. Víctima de las humanas contradicciones, he caído en la peor de todas: la moral. Porque, digo yo, ¿esto qué importa?, ¿qué más me da a mí que un sujeto apodado Azuaga se lamente del horror de ciertas horas, al parecer sombrías, de su vida?, ¿qué tienen sus horas de especiales?, ¿no será que el tal Azuaga se nos ha vuelto víctima del narcisismo del bienestar de que tanto se quejaba?

Este yo, amanuense de los atardeceres, escribía el pasado 27 de febrero (“Siempre Don Quijote”): “El ‘síndrome del ombliguismo’ causa estragos. Una cosa es que pensemos y defendamos, con uñas y dientes, la imprescindibilidad de todos y cada uno de los seres humanos, y otra muy distinta que nos creamos ‘ombligo del mundo’, eje incontestable de rotación de las grandezas y miserias del planeta”. Querido y patético yo, a ver si nos aclaramos: no es de recibo proclamar tales cosas y quince días después quejarse, abusando de la paciencia de la poesía, de no sé qué opacidad y tristeza en tus días. Amigo mío, tus días no son más que la seismilmillonésima fracción de los días de los hombres actuales. Si tuviese que calcular el decimal de tu tristeza en referencia a las cotidianas tristezas del mundo, puede que ni siquiera supiese escribirlo.

El atardecer de ayer es un ejemplo de lo que nunca debe hacerse; por dignidad personal y por respeto a los otros. No lo borro porque quiero que no se me olvide su flaqueza.

Guarde para sí el tal Azuaga sus lamentos y siéntese en alguno de esos bancos de que a veces habla a contemplar la luz de la tarde. Aunque sea un día nublado como hoy, aunque tenga que inventarse el Sol más allá de las nubes que con su gris indiferencia se lo niegan.

jueves, 15 de marzo de 2007

No ser nunca

Quizá hubiera tenido hoy varias anécdotas para tomar como pretexto de estos apuntes: las peculiares “diferencias” entre un mirlo y una urraca, que esta mañana llamaron mi atención; la luz del atardecer al regresar a casa, que una vez más se me ha puesto en la cruz del parabrisas (tenía un no-sé-qué de incómodos augurios); las pocas cosas que, en el fondo, se necesitan para vivir sonrientes (dejemos aparte lo de “felices”); la extravagante muerte de las estrellas en el prólogo de su luz última… Pero la verdad es que empiezo a sentir el aburrimiento de las autopistas que ya sabemos a dónde conducen y el cansancio de los relojes ante su hora indiscutible. Vamos, que estoy perdiendo las ganas de las palabras.

Aunque parezca contradictorio, lo preferible hoy es un poema:


Hoy ha vuelto otra vez a no ser nunca,
a ese horror indecible de las horas
que pasan sin pasar, que no son nada
más que curso vacío de la vida.

He sentido su tránsito implacable
latir sobre palabras sin sentido;
barahúnda de verbos, de pronombres,
de adverbios, de adjetivos. Hoy ha vuelto
la otra cara del tiempo a malmirarme,
a callar, desdecir, fingirse ausente;
a negarme un instante una sonrisa;
a cruzar sin memoria por las cosas.

Hoy ha sido otra vez un día más,
innecesariamente más; un día
de opacidad terrible, de tristeza.

miércoles, 14 de marzo de 2007

Poner puertas al alma

Deberíamos disponer todos de una pequeña puerta en el alma por la que poder escapar, de vez en cuando, de nosotros mismos. Ante mi siempre confesado platonismo, un buen alumno me preguntaba hoy con cierta sorna que si yo creía eso de que el alma abandonaba el cuerpo para irse a contemplar las ideas. Con una sonrisa le he respondido que no era eso exactamente. Y no lo es, desde luego. Lo que, sin embargo, muchas veces lamentamos, mientras estamos vivos, es no poder darnos unas vacaciones de este prometeico yo que nos define; poder holgar de nosotros sin nosotros; despojarnos de la preocupación, del compromiso, del dolor, del supremo esfuerzo que tenemos que hacer para levantarnos el alma cada día y seguir sonriendo como si tal cosa.

Dios me libre de psicólogos, psiquiatras y demás psicoloquesea. Si alguno se cruzara por estos apuntes, diría que esa puerta se llama enajenación y que cuanto digo son síntomas de un estado predepresivo de preocupante pronóstico. Al diablo con la jerga de esta especie tan ayuna en el conocimiento del hombre como en la eficacia de su trato. Esa absurda pretensión de que la salud del alma consiste en reír constantemente, estar plenamente adaptado al medio, gozar de aplaudidas habilidades sociales, ser simpático, emocionalmente estable y leer el periódico sin sentir ganas de vomitar no hace más que estupidizar a la gente, arrancarle su fuerza, trastornar su capacidad de sacrificio, hacer un enfermo de lo que pudiera ser un luchador egregio.

Pero eso no quita para que también el luchador se canse de sí, o no se quiera tanto como debiera, o no se quiera nada y, como Cortés, tenga su “noche triste”; eso no quita para que el alma quiera escapar a veces de sí misma.

Lo de abandonar el cuerpo es otra historia.

martes, 13 de marzo de 2007

Fotografías viejas

Pocas cosas hay tan desestabilizadoras emocionalmente como una fotografía vieja, muy vieja, de alguien que no conocí nunca. A mí por lo menos me provoca una sensación de melancolía, qué digo melancolía, de tristeza profunda ese enfrentamiento con la parálisis de un instante de felicidad en el rostro de alguien que probablemente ya no exista. Y me conmueve imaginar cómo sería su no visible alrededor, qué o quiénes estarían ante él, qué haría aquella tarde o aquella mañana, qué suceso especial esperaba, deseaba o temía; qué ocurrió justo después de que ese decimal de tiempo dejara de ser curso para aquellos ojos. La vida de un hombre o de una mujer, cuando eran jóvenes o no, convertida en caricatura de eternidad. Y yo, frente a esa fotografía, creyéndome vivo y tridimensional, siento entonces una extraña comunión con todo cuanto en ella sucedía mientras el tiempo se congelaba entre luces y sombras dentro de una cámara oscura.

Hay un poema de Borges, un maravilloso poema, El bastón de laca, que habla del nexo entre el poeta y el remoto e ilocalizable hacedor del bastón que tiene entre las manos. No puedo evitar la tentación de reproducir su extraordinario final:

“No nos veremos nunca.
Está perdido entre novecientos treinta millones.
Algo, sin embargo, nos ata.
No es imposible que Alguien haya premeditado este vínculo.
No es imposible que el universo necesite este vínculo.”

Eso es una fotografía vieja cuando la miro y me duele lo que en ella veo y no veo; lo que en ella perdura; lo que ya en ella no existe.

lunes, 12 de marzo de 2007

Raptar una sonrisa

Como hoy ha quedado un poco soso y por aquello de los muchos universos que podrían derivar del antojadizo gato de Schrödinger, rompo (a fin de cuentas, estamos casi en familia) el atardecer y os dejo, anochecido ya, un soneto galante de los que quizá se pierdan entre tanta indeterminación cuántica.


Me dediqué, al cruzar, una sonrisa
que no era para mí, que no me estaba
permitido ganar, que circulaba
al azar por tus labios, indecisa.

Apareció preciosa e imprecisa,
dominante real, virtual esclava.
La secuestré por ser quien secuestraba
la conclusión de mi alma en su premisa.

Y no era para mí, a qué engañarse,
pero la guardo y miento su destino,
y oculto su intención; y me confundo

de no ser yo quien más quiso soñarse:
otro yo que anduviera otro camino
que otro atravesara en otro mundo.

La otra inteligencia

No sabe uno por qué a veces sabe que algo determinado va a suceder. No me refiero, desde luego, a ningún fenómeno paranormal, sino a una experiencia bastante común: ese proceder inconsciente capaz de establecer nexos causales entre los acontecimientos muy por debajo de la superficie de los mismos; algo así como leer entre las líneas de la vida o como descubrir los entimemas que concluyen los hechos y cuya premisa mayor son nuestras preocupaciones. Quizá se trate de las razones aquellas del corazón pascaliano o de una inteligencia, nada estudiada, el cuerpo de cuyos juicios lo forman los sentimientos y no los conceptos.

El caso es que su proceder nos sorprende; y nos sorprende porque estamos hipotecados en exceso por esa otra razón, la razón físico-matemática, de que tanto se quejaron Nietzsche y Ortega. Lo cierto es que la conclusión de dos hechos es enteramente contradictoria según se analicen éstos como ideas o como emociones. En el día a día, lo verdaderamente inteligente sería considerar este segundo análisis, pero lo normal es que nos dejemos llevar por el otro. Por eso no entendemos casi nada a los demás ni, incluso, a nosotros mismos. Nos juzgamos como procesadores, no como almas.

Sabemos más de lo que suponemos saber; o, para rizar el rizo, de lo que queremos saber. Quiero decir que, cuando la conclusión sabida por esa segunda inteligencia no es la querida por nosotros, delegamos las argumentaciones en la lógica habitual para poder lamentar los resultados como algo inexplicable. Cuando, por el contrario, nos dejamos llevar por aquélla, nos sorprende que ocurra lo que habíamos previsto (favorable o no a lo que deseábamos) y decimos haber tenido una corazonada.

No hay corazonadas, hay razones de la sinrazón (¡otra vez tú, viejo hidalgo!). Y las conocemos, aunque nos duelan.

domingo, 11 de marzo de 2007

La edad del olvido

Son muchas las cosas que la vida nos deja en la memoria sin previamente habernos pedido permiso; muchas que olvidamos sin querer olvidar y muchas que, por más que queramos, somos incapaces de vestir de olvido. Pero entre tanto querer y no querer, hay otras que trastornan la voluntad de evocarlas. Lo terrible de éstas es que vienen disfrazadas, que entran con disimulo y a traición, desde un estímulo en apariencia inocente, por la rendija más vulnerable del alma, que es por donde se abre la vida a la tristeza. Llegan en un olor o en un sonido, en un perfume o en una música; algunas veces, en una imagen; pocas, en una caricia; muy raramente, en un paladar. Son el enlace deseado-indeseado con un tiempo que nos duele, por lo general, no por su infelicidad (entonces no duele, irrita), sino por todo lo contrario, por ser rastro de felicidad perdida o proyecto de felicidad malograda.

La acumulación de hechos a lo largo de la vida o, mejor dicho, la acumulación de vida aumentan la posibilidad de tales encuentros; y también, la sensibilidad ante ellos. Nos damos cuenta entonces de la tozudez del tiempo, de la densidad del pasado y de la liquidación de los plazos de que disponíamos para configurar a nuestro favor los sueños, esos que jamás regresan o que jamás tuvieron la menor oportunidad.

Y sin embargo, a pesar del dolor, a pesar de la tristeza, a pesar de todo, me parece una crueldad inmensa por parte de la vida que el pórtico de la muerte pueda ser el olvido.

sábado, 10 de marzo de 2007

Mirar la noche

Me parece que era Venus. No sé, hace mucho que no miro al cielo e ignoro cuáles serán ahora las costumbres de la noche. Podría consultarlo en Google, pero tampoco tengo ganas ni importa tanto al caso la precisión astronómica. Estaba allí, sobre la memoria, oscura ya, del Sol desaparecido, entre las luces pálidas de un hipermercado lleno de gente que empujaba un carrito carcelero. Estaba allí, hermoseando la muerte de la tarde, ajena, como una diosa, a que la ignorase nuestra insignificancia. Fuera el lucero que fuera, es el mismo que vieron Akhenatón, César, Agustín de Hipona, Galileo, Newton… Un vínculo luminoso que ha unido las miradas de los hombres desde que nos dio por deambular sobre esta esfera amorfa.

Mirar la noche es una actividad saludable; admirarla, un ejercicio de humildad; virtud de la que, por cierto, no andamos muy sobrados. Desgraciadamente, las cosas que se admiran hoy en día tienen escaso fuste. Por ejemplo: cualquier patán que sale durante unos minutos diciendo cuatro tonterías en la televisión es objeto de inmediato reconocimiento y admiración rendida. No tengo nada en contra del aplauso al deportista que lo merece, pero sí contra la sandez rentable de que promocione sus peinados, o sus pantalones, o su innecesaria imagen. Y, desde luego, lo tengo todo en contra de la prostitución de las grandes palabras y los grandes valores que tanto ridiculizó mi sandia generación, y así nos luce el pelo. Hoy por hoy, el amor (convertido en carátula del sexo), la admiración (transformada en vulgar papanatismo), la libertad (caricaturizada en la elección del color del automóvil, por ejemplo)… son menos que las momias conceptuales de que hablaba Nietzsche. Pura sentina. Nada.

Hay que volver a mirar la noche, a admirar y amar la verdadera grandeza, a reconocer la pequeñez de uno… Hay que acabar con tanta idiotez.

viernes, 9 de marzo de 2007

"Literaturizar" la vida

Me han venido hoy a la memoria unas maravillosas tertulias de juventud en que corrían parejos el coñac y las odas, la cerveza y los sonetos, empuñados todos con el brío de los pocos años y la resolución de los muchos sueños. Alguno de los que tan cariñosamente han visitado estos atardeceres se reconocerá sin dificultad entre los que nos sentábamos en aquella cafetería, entre el humo del tabaco y el don de la ebriedad, junto a un pequeño parque de Madrid que sabe más de nosotros que nosotros mismos. Como algún viejo amigo dijo, se nos iban las horas literaturizando la vida. Eran días de verso por minuto, de estrofa pergeñada en servilleta de papel, de portentosas calabazas recibidas de la hostil musa de turno… Y todo, todo cuanto sucedía, se calzaba al instante los poemas más inflamados de la Historia.

No pretendo ponerme nostálgico (aunque me estoy poniendo), únicamente comprobaba hasta qué punto los años han confirmado lo que dijo aquel amigo y han hecho que la vida haya literaturizado todos mis días. Hasta qué punto ahora, en la cuesta abajo, como en el tango, no me sigue ocurriendo lo mismo; con menos tiempo (muy poco ya, sin duda), con menos brío, sin ningún horizonte; pero… ocurriendo. Hasta qué punto podría dejar de mirar el mundo a través de estas literarias lentes, no muy buenas, aunque ya indistinguibles de mis ojos. Hasta qué punto podría dejar de cantar sin morirme o, parafraseando a Neruda, si dejaría de cantar, aun muriendo de repente.

Y la verdad es que lo he comprobado: a pesar de la edad, no tengo arreglo.

jueves, 8 de marzo de 2007

Saber callar

Tan acostumbrados estamos a invadir el mundo de sonidos, que solemos prescindir de la poderosa seducción del silencio. A menudo recordamos aquello de que una imagen vale por mil palabras; olvidamos, sin embargo, que un silencio oportuno, en el lugar oportuno, vale por muchas más. Callar, a veces, es más elocuente que la más elegante retórica; más contundente que el razonamiento más elaborado. En ocasiones, hablamos para transmitir, callamos para comunicar; por lo primero, transferimos una información o un sentimiento; por lo segundo, simplemente lo hacemos común. Cuanto se dice se somete a las reglas convencionales del lenguaje, lo que se calla queda en el reducto de lo que Kant llamaría puro, es decir, sin contenido, pero indispensable para que se pueda decir lo que no se dice.

El silencio sobra cuando la cortesía exige establecer puentes entre quienes se desconocen, hiere cuando quedan cosas por proclamar que no se han proclamado, mata cuando denuncia sin querer, o no logrando no querer, una mentira... Pero el silencio sabe de otros foros más idóneos; a veces la tristeza, a veces todo lo contrario; momentos, por lo general, en que un sentimiento extremo se niega a convertirse en ningún símbolo que pueda disfrazarlo; momentos en los que cualquier locuacidad es impertinente, si no cruel. Entonces, el silencio es capaz de recorrer geografías y perfilar mapas en el alma que las palabras más excelentes jamás recorrerían.

Por desgracia, yo creo que hoy se habla mucho y mal. Y se calla poco… y peor.

miércoles, 7 de marzo de 2007

Saber de uno

El conócete a ti mismo de Sócrates (o del templo de Delfos) es, qué duda cabe, una de las disciplinas más difíciles de cursar. La práctica de la espeleología en la propia alma está llena de riesgos y sobresaltos; aunque también, no vamos a negarlo, es un deporte de lo más saludable y de muy rara frecuencia. Se da por supuesto que uno sabe de sí y se elude cualquier tipo de profundización. Lo que ignoramos es que dicha profundización es inversamente proporcional a la constante de egoísmo de que somos capaces; que, por cierto, es casi tan grande como el número de Avogadro. Así que somos capaces de mucho, de muchísimo egoísmo.

Con independencia de esa naturaleza social que proclaman tantos filósofos, la mayor parte del tiempo de nuestra vida la pasamos con nosotros mismos. Y, sin embargo, qué poquito sabemos de este habitual compañero. Paranoicamente, a veces, llego a pensar que este no saberse es rentable. Quien se ignora, se cree los demás, delega en los demás, se justifica en los demás, piensa lo que los demás… Vamos, masa en bruto, monocefalia en estado puro… El sueño de Calígula: un pueblo, una cabeza (casi digo “un voto”). Y, aunque se piense lo contrario, quien no desentraña sus defectos, sus tristezas, sus alegrías, sus miserias, sus grandezas, sus entusiasmos, sus desencantos, sus entregas, sus renuncias, sus deseos, su deber… nunca reconocerá al otro como persona, nunca como alguien que ríe y llora; o que se alegra y se entristece; o que se apasiona y duda…

Saber de uno, es saber de los otros, es amar a los otros… Pero, por supuesto, no es ser los demás.

martes, 6 de marzo de 2007

Las palabras

Hoy he recogido, al azar de este atardecer lluvioso, unas pocas palabras hermosas. “Palabras, palabras, palabras…”, diría Hamlet; las llevo conmigo desde hace tanto tiempo que me parece de rigor dedicarles unos minutos de este día con un punto de luz inexplicable. A fin de cuentas, ellas apuntalan mi condición humana y, a decir de Aristóteles, abonan la raíz social de mi naturaleza (este “mi” es genérico porque el “mi” propio es bastante insociable). El caso es que siempre he sentido por ellas una veneración casi religiosa.

Las palabras son como las mujeres: se las debe querer, se las ha de admirar, se las puede soñar… Muchas veces, en un intento vano, se intenta seducirlas; y si se consigue, los hombres, estos necios hombres, nos lo creemos; y nos vanagloriamos y las exhibimos en nuestro soberbio discurso. Tontas criaturas, nosotros digo: en el terreno de la seducción -y en otros muchos- nunca hemos dominado las sutiles diferencias entre la conjugación activa y la conjugación pasiva. ¡Qué le vamos a hacer!

Tan cerca están las palabras de las mujeres que nuestra supuesta “civilización” las trata con parejo y cínico menosprecio. Por una parte dice liberarlas –todas iguales en todos los foros­–; por otra, las maltrata y destruye en esa perversa jerga que se usa en teléfonos móviles, por ejemplo; o las somete a modas estúpidas, y las vuelve anoréxicas en los acrónimos, en el esqueleto de siglas que exponen los incansables diseñadores verbales.

Pobres palabras, tan indiferentes, a veces, a aquéllos que tanto las amamos.

lunes, 5 de marzo de 2007

Actos inútiles

A veces echa uno de menos las acciones inútiles en la vida, los actos sin reconocimiento, aplauso, logro o sentido; aquello que se hace sin que suponga una inversión de eficacia, que es mero empeño de la voluntad, decisión gratuita de ese rincón del alma que tenemos tan abandonado y que se llama (o se llamaba) generosidad. Por ejemplo:

Hacer algo extravagante, como embrazar una adarga o empuñar una lanza, firmemente decidido a acabar con todos los desafueros y entuertos que salgan al paso.

Hacer algo tan necio como pedir trabajo en la tienda del vendedor de recuerdos irreales y proponer ofertas especiales para los aquejados de melancolía.

Hacer algo “insensato”, como pegarle una patada al televisor (repárese que insensato va entrecomillado) o, para ser menos violento, sustituirlo por un ramo de rosas blancas (al principio, blancas para purificar el rincón; luego el color puede cambiarse si se desea).

Hacer algo heroico, como pelear constantemente con uno mismo y salir siempre victorioso.

Hacer algo absurdo, como sentarse a diario en el banco de un parque al atardecer y esperar que pase alguien que deseas que pase, sólo por verlo pasar, a sabiendas de que no lo hace por ti, de que nunca te va a dirigir la palabra… Y seguir haciéndolo, día tras día, pase o no pase.

En fin, hacer algo tan prescindible como escribir este blog y otras cosas que uno escribe.

domingo, 4 de marzo de 2007

Opinión y ciencia

Esta distinción, viejísima en la historia del pensamiento, ya le permitió a Platón diferenciar lo que era un conocimiento sólidamente argumentado (ciencia) de aquel otro que ni plantea ni indaga las razones que lo soportan (opinión). La opinión se tiene, en efecto, porque se ha oído; y se asume, la mayoría de las veces, sin el menor conocimiento de lo que puede desprenderse de la misma. Técnicamente, diríamos que la opinión es acrítica; y, coloquialmente, un conocimiento de andar por casa. Con todo lo respetable que es esto de andar por casa, hay que reconocer que exige un calzado bastante diferente al que se requiere para escalar el Everest, por ejemplo: cualquier sherpa quedaría en estado de prolongado estupor si nos viese aparecer con unas zapatillas a cuadros dispuestos a acometer tan elevada (nunca mejor dicho) empresa.

No se entiende, sin embargo, que el rigor que aplicamos para realizar una práctica deportiva no se exija, en mayor medida incluso, cuando se trata del conocimiento o de la contraposición de conocimientos. Aquí vale todo: zapatillas a cuadros, botas de escalar, zapatos de charol, botines de paseo e, incluso, la nuda expresión del pie playero. Ocurre esto, sobre todo, cuando los temas que se discuten (v. gr. en cualquier debate televisivo) afectan a aspectos fundamentales de la acción humana. Y así la moral, el derecho, la educación… se convierten en un auténtico patio de vecindad (si no, de Monipodio) donde la opinión que se sustenta en las cuerdas vocales más poderosas arrasa al argumento más sabia y sólidamente construido.

Vivimos tiempos muy parecidos a los de la Atenas de Sócrates y Platón. En ella, los sofistas, según critican aquéllos, enseñaban el viperino poder de la palabra para asfixiar el verdadero conocimiento. Pero ahora no necesitamos tanto; nos sobran las palabras porque nos basta con el grito. Eso sí, el primer grito debe darlo algún personajillo de cierta popularidad (evito el término “fama” para no dañar su antigüedad gloriosa). A renglón seguido aparecerá una innúmera corte de clonados y victoriosos opinantes.

sábado, 3 de marzo de 2007

La pasión del cómico

Siempre he envidiado la suerte de los cómicos, su versatilidad ontológica, su facilidad para recorrer la geografía del alma no como un mero turista (eso sería un lector de novelas), sino como un habitante de ella. El cómico es un niño interminable, un niño que se pasa la vida jugando a serlo todo: el héroe, el mendigo, el vasallo, el traidor, el rey, el amante… Es el sueño de un filósofo existencial que transforma la libertad y el compromiso de elegirnos en cada momento en un ejercicio de gaya interpretación. Tal vez por eso, y a pesar de las privaciones que deba sufrir, nunca se le oye hablar mal de su oficio.

El resto de los mortales, sin embargo, nos quedamos con el raquítico papel de una única vida, un único precipitado, un solo producto, un famélico destino. Y no es cuestión de que esa vida sea rica en experiencias o tenga, por el contrario, un precario bagaje. El problema es metafísico: se trata de ser, no exclusivamente uno, sino una inmensidad. Por lo general, planteamos nuestro vivir en términos de acción o de acumulación: queremos hacer muchas cosas o buscamos tenerlas. El cómico quiere ser todos los demás. El magnate o el aventurero más envidiados nunca serán más que ese magnate o ese aventurero; jamás podrán ser Hamlet, o Cyrano, o Julieta, o Desdémona, o Segismundo, o Doña Inés, o Don Juan… El cómico sí, al menos, durante algunas horas de su vida. Filosóficamente hablando, es mucho más ambicioso.

Vaya para vosotros, lejanos compañeros que lo fuisteis o que aún lo sigáis siendo, siempre mi aplauso, siempre mi admiración.

viernes, 2 de marzo de 2007

Lugar en la memoria

También tiene la muerte un lugar en la memoria. Hoy dos de marzo, por ejemplo, nunca será para mí un buen día. De lo que ayer llamaba los días dolorosos, hoy es uno que queda incontestable en el recuerdo. Pero los aniversarios del alma deben ser únicamente para el alma propia. Y entonces lo único decente es el silencio.

Por extraordinario que fuera lo que pudiera suceder, para mí, por lo menos, lo único decente hoy es el silencio.

jueves, 1 de marzo de 2007

La felicidad y los días

No depende de nosotros, sin duda, la condición de los sucesos que ocurren a lo largo del día. Felices, inesperados, agresivos, gozosos… son epítetos que azarosamente caen sobre ellos sin que, en la apariencia al menos, podamos hacer gran cosa por teñirlos de modo diferente. Los sabios estoicos se ingeniaron una argucia para afrontar tanta imprevisibilidad que consistió en suponerla perfectamente inevitable. Lo que sucede es porque tiene que suceder. Y punto. La consecuencia de tal premisa lleva a la conclusión de que, si no podemos hacer nada, lo único que nos queda es aceptarlo todo (estoicamente, claro) y vivir de acuerdo con ello, sin alharacas de ningún género que no son sino síntomas de insensatez. Vamos, que si no puedes vencer a tu enemigo, debes aliarte con él.

Es una respuesta dura y eficaz para la que hay que entrenarse mucho. Pero… tiene un “pero”: la vida se vuelve bastante sosa. No dependen los hechos de nosotros, desde luego; pero nosotros sí dependemos de nosotros. Los malos días a veces se nos imponen con una tozudez abrumadora, los dolorosos más. Es verdad. Otras, sin embargo, son consecuencia de nuestra miopía para ver los guiños que nos hace un momento breve de felicidad o de nuestro desmesurado nivel de exigencia ante ésta. Quizá pedimos demasiado; o mejor dicho, quizá no sabemos ser felices. Según parece, el ser humano (al menos “este” ser humano) es un animal obsesionado por la cantidad y la espectacularidad: sólo lo cuantioso, lo abundante, lo desmedido, lo enteramente poseído… debe perseguirse.

Es un error: a veces basta encontrarse con una sonrisa inesperada al empezar el día, sólo unos minutos frente a una sonrisa que nos gustaría ver, para que el resto de la jornada merezca la pena.