miércoles, 3 de octubre de 2007

¿Qué es el hombre?

Toda ciencia que se precie empieza por un exhaustivo análisis de los términos. La definición, desde Aristóteles, pertenece al acervo de la metodología común del estudioso. Antes de hablar de cualquier cosa, hay que establecer claramente las fronteras que la comprenden, alejar el resto de que se distingue, esclarecer el núcleo de cuanto abarca. En una palabra, hay que delimitarla, ponerle límites, fines… definirla.

Curiosamente, cuando hablamos de la realidad que nos es más inmediata, cuando queremos decir algo acerca del ser humano, este paso se elude o se da por supuesto; o se hace precisamente lo contrario: no se acota sino que se expande, no se condensa, sino que se diluye. No sabemos muy bien, ante muchos discursos al respecto, qué se quiere decir con la palabra hombre. Tal vez esta negligencia proceda de su uso acostumbrado desde antiguo, quiero decir, de cuando lo humano comprendía unas notas de universal asentimiento.

Ahora no, ahora no sabemos lo que queremos decir cuando hablamos del hombre. Flota el signo en la órbita de nuestros oídos con una vaciedad semántica inquietante. Quienes hay que la emplean con veneración animal hacia sus “primos primates”; quienes, como a cobaya potencial de sanaciones genéticas; quienes, como discurso de la insulsa circunstancialidad del relativismo; quienes como unidad productora, quienes como vertebración del consumo… Quizá lo más extendido es su consideración como sujeto de derechos inalienables; tal vez, lo más olvidado, su valoración de ser el único animal con deberes ineludibles. En cualquier caso, seguimos sin saber, para quienes así hablan, qué es el hombre, esa pregunta que definió el proyecto de la filosofía kantiana, justo cuando el antiguo concepto de nosotros empezó a hacer aguas.

Aunque, tal vez, más necesario que definir al hombre, es que se definan quienes a él se refieren. Con frecuencia tengo la perversa intuición de que no lo hacen, de que no se atreven, porque si lo hicieran, su discurso de “animalización”, “cosificación” o “instrumentalización” de la especie propia, quedaría patéticamente al descubierto.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Difícil se lo pones, Antonio. ¿Has pensado que esa extensión de derechos a los animales es una forma de autoprotección? Me explico: si el hombre ha sido "animalizado", ¿qué sana ley puede impedir su exterminio? Si su vida tiene el mismo valor que la vida de la bacteria, ¿cómo proclamar que es sagrada? Algo hay que hacer. Solución: extender esos derechos y, con el tiempo, acabar proclamando sagrada la vida de la bacteria.

Antonio Azuaga dijo...

¡Qué bien lo entiendes, Julio! Digamos que es una concepción entre el egoísmo, la cobardía y la estafa. Egoísmo porque se quiere seguir disfrutando de la preeminente posición que al “ser hombre” se le otorgaba, cobarde porque carece del valor para afrontar las consecuencias de la desmantelación que de lo humano provoca; estafa porque no dice lo que cree ni cree en lo que dice. ¡A eso se llama honradez intelectual!