viernes, 26 de octubre de 2007

El cometa

Para Lola, que hoy, entre listas y errores de nombres, nos habló de un cometa.


“Una esfera de gas dorada, una tenue atmósfera verdosa…” Dicen que así es como se adorna ante la mirada de cíclope de las cámaras fotográficas. Viene de donde todos sus enigmáticos parientes, de un lugar que tiene nombre de cuento de hadas o leyenda de oráculos, la Nube de Oort, una fría estancia terminal donde se reúnen los cometas en claustro de veteranos docentes de la noche.

Me han hablado de él esta mañana mientras revisaba errores en listados de alumnos, esa enumeración de advertencias acerca del estar y del no estar donde debieran, esa preocupación de los bolígrafos por destacar los lances a puerta gayola de cuantos hacen de las clases pura torería. Me han dicho que andaba pavoneándose en la corte de Perseo como un recién llegado petulante, presumiendo de luz, compitiendo en magnitudes con las otras estrellas, tentando los insomnios de las lentes de sus sonámbulos perseguidores... Y es que lejos, mucho más lejos de lo previsible para esas arrogancias luminosas, le ha dado a este Holmes por crecer en claridades y dedicarse espectáculos.

Esperados, temidos, deseados, soñados… los cometas son como viejos profesores que cruzan por el cielo para ver si hemos vuelto a las aulas de su augurio inquietante. Decidían de antiguo el temor y la sorpresa, hasta que vino la ciencia y encarriló sus retornos. Y se volvieron presencia predecible, suceso ordinariamente extraordinario.

El universo está repleto de insistentes maestros que pasan lista cada noche a nuestros ojos. Los cometas lo son, aunque algunos, los de mayor audiencia, tienen horario de relojes excesivos. Hay demasiada distancia entre dos de sus clases. Por eso, cuando vuelven, no tienen más remedio que ponernos falta, una falta que no justificamos, que, en realidad, ya no podremos justificar nunca. Y no es por culpa nuestra desde luego: ¡qué más quisiéramos nosotros que no hacer pellas en la vida a su regreso!

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