jueves, 25 de octubre de 2007

Anábasis

No deja de ser curioso que fuese también discípulo de Sócrates, ese minero-filósofo empeñado en excavar galerías interiores buscando las vetas de la virtud. Sorprende que compartiese maestro con Platón, que hizo de éste la antesala de un templo perfecto con ordenadas estancias donde el Bien irrumpía como un sol en perpetua primavera. Jenofonte no era así, Jenofonte era un general primero, un filósofo después. No conduce en su Anábasis a sabios deslumbrados (como Platón y los que logran escapar de la caverna en su República), se retira con mercenarios vencidos. Coincide en el fracaso, eso sí: Cunaxa se parece mucho a Siracusa. Aquélla es una batalla, ésta un reino; pero las dos son escenario de una derrota: militar la una (aunque no lo fuera estrictamente para los griegos), la otra política, humanas las dos. ¿Y quién pierde al cabo?... Sócrates, Sócrates es el gran perdedor. El interior, el enorme peligro. ¡Qué terribles todas sus expediciones!

El interior no es un bucólico rincón de paz: no se adentra uno en uno para pastoriles holganzas. La paz interior hay que guerrearla primero, hay que construirla después, hay que vigilarla siempre. No pueden relajarse los turnos de guardia ni el entrenamiento de los ejércitos. Cunaxa siempre está ahí, o Siracusa… Y la decapitación de nuestros generales o el mercado de esclavos en el puerto de Egina; y la retirada de nuestras diez mil palabras heridas buscando el mar de los otros o la Academia platónica y sus cien mil ideas perfectas persiguiendo el olvido de nuestra derrota…

Pero, a veces… ¡Ay!, a veces, uno arroja la espada y el escudo, uno rompe las palabras por su tilde y se deja caer hacia sí mismo, uno quiere callar y descansar de uno. Sin más anábasis, sin más cavernas, sin más derrotas, sin más huidas…

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