miércoles, 17 de octubre de 2007

La niebla en las palabras

Creo que, cuando se es joven, se lee atolondradamente; aunque esta afección no aqueja sólo a la lectura: también se piensa, se habla, se escribe, se vive, se ama… atolondradamente. No pretendo criticar con esto a la juventud; es más, pienso que es eso lo que hay que hacer, pienso que la reflexión es necesariamente tarda y posterior, lenta y demorada. Al principio se ejercita el corazón en un querer compulsivo, en una voluntad hacia todo; el pulmón de la vida respira entonces por igual todos los aires, incluso los no adecuados, incluso los que le hieren.

Leemos de jóvenes cosas que luego olvidamos, o, mejor dicho, que luego no tenemos a mano en la memoria, que se quedan ahí como una niebla tenue que a veces baja sobre nuestras palabras. Es sorprendente ver caer esa niebla de filiación anónima, es extraordinario descubrir después su origen.

Entre ayer y esta mañana me ha ocurrido. Ayer por una larga discusión sin acuerdo viable, sin lógica de encuentros. Esta mañana, porque, con motivo diferente, argumentaba yo acerca mis prevenciones sobre la comunidad intercambiable de razones entre los seres humanos. Y se me quedaba después, en la inercia del pensamiento, la inquietud de si no será todo un barullo de absurdos soliloquios, un irreal jardín de fuentes que se hablan a sí mismas, surtidores sonantes que arrojan su voz y recogen su retorno, creídos de que son las voces de los demás; si no será también en esto la realidad del hombre un espejismo que inventa una razón intermediaria, común, secante a otras razones, un bosque de manantiales que corren por vertientes paralelas y cierran su final en su principio, paradójicos y extraños, igual que en un grabado de Escher… Si no sucederá que, sin embargo, todo sigue fluyendo en la rara armonía de un orden similar a aquél de que hablara Leibniz…

Ésa ha sido la niebla de filiación ignorada.

Y esta tarde, Dios sabrá por qué, me he acordado de Rilke. He buscado un libro de ésos de mi remoto leer atolondrado, un libro que hace más de treinta años que no abro. Me he ido, por mera curiosidad de la nostalgia, a buscar en sus viejos subrayados qué cosas me decía Rilke entonces. Dos corchetes a bolígrafo resaltaban en Los sonetos a Orfeo el XV de la Segunda Parte, ése que empieza diciendo “Boca de fuente, tú, dispensadora, boca…”. He aquí su final:

Un oído de la tierra. Pues la tierra sólo
habla consigo misma. Si pones en su chorro
un cántaro, le parecerá que la interrumpes.

Y he tenido la impresión de haber hallado el origen de la niebla.

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