domingo, 7 de octubre de 2007

Los sueños y el descanso

Dormimos para descansar, soñamos para poder dormir. Esto al menos es lo que pensaba Freud, tan convencido de que los nubarrones del alma descargan sus tormentas para aliviarnos de la preocupación de tenerlos. Por eso los psicoanalistas se empeñaban tanto en que los pacientes les contaran sus sueños: creían que las zonas de bajas presiones, en el turbulento clima de las personas, eran un incordio para su equilibrio. El Psicoanálisis, al cabo, era una especie de meteorología de los silencios del inconsciente.

A mí, personalmente, me parece que esta forma de entender el sueño peca de pragmatismo empresarial. Averiguar tormentas para facilitar descansos no es más que engrasar el cuerpo para que aumente su productividad. Quizá parezca exagerado, pero es como lo veo.

Yo entiendo los sueños menos eficazmente, más a su aire, con una descarada voluntad ontológica, con una decisión de ser y de decirse más allá de toda interpretación. Porque, no sólo no quieren que descansemos, sino que pretenden que no lo hagamos. Son una llamada permanente a la vigilia, a la alerta infatigable para que no nos olvidemos de ellos, para que, a pesar de nuestro empeño por alejarlos, no tengamos más remedio que habilitarles rincones de residencia en el alma. Sobre todo los sueños incesantes; sobre todo los sueños que, con precarias modificaciones, reproducen un rostro, repiten un suceso, reiteran un destino.

No quieren, no, los sueños que durmamos para que al cabo descansemos, sino todo lo contrario: que nos mantengamos despiertos e incansables hasta que ellos vean la luz. Para descansar hay otra cosa; como escribió Machado (Manuel quiero decir, el más olvidado de los dos, y digo “el más” porque últimamente Antonio por ahí le anda):

– Hijo, para descansar
es necesario dormir,
no pensar,
no sentir,
no soñar…

– Madre, para descansar,
morir.

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