miércoles, 24 de octubre de 2007

El espejo

No tengo ganas hoy de de filosofías de andar por casa ni de lamentos de cuarto de estar al amparo de la nostalgia. No tengo ganas de buscarle tres pies al alma; lo que, además, sería una idiotez porque desde Platón sabemos que lo que tienen las almas son alas y no pies. Por no tener, no tengo ganas ni de no tener ganas. Así que el resto de este apunte sobra. Porque voy a empezar a decir tonterías. De hecho, ya he empezado.

Por ejemplo: me preocupa la cara de escepticismo que se le pone al espejo por las mañanas cuando me afeito. Como sigamos así, voy a dejar de afeitarme. Los interlocutores de azogue no tienen derechos de propiedad sobre las autoflagelaciones de uno; nada se ha publicado al respecto, lo que, en tiempos tan proclives al reconocimiento de aquéllos, me autoriza legalmente a afeitarme de espaldas o a no hacerlo.

Por ejemplo: el ejemplo anterior nada tiene que ver con aquello que veo. Lo que me inquieta es aquello que ve el que me ve, el otro, el de enfrente, ese pozo de múltiplos de uno que ha empezado a saltarse las formas, que ahora va por los fondos, que, a este paso, sabe Dios hasta dónde quiere llegarme.

Por ejemplo: el ejemplo segundo, que cita el ejemplo primero, se refiere a lagunas oscuras que llevo en el alma, que no sé qué hacer con ellas, que me crecen, a veces, hasta el nivel de los párpados inferiores, que se quedan brillando en tristeza un instante, que en ocasiones rebasan su límite…

Me escuecen los ojos. Seguro que es el tabaco. Ya está bien de tonterías.

La Sonata de otoño de Valle (así lo citan los eruditos, no quiero que se note que no lo soy) acaba con cartesiana melancolía:

…¿Volvería a encontrar otra pálida princesa, de tristes ojos encantados, que me admirase siempre magnífico? Ante esta duda lloré. ¡Lloré como un Dios antiguo al extinguirse su culto!

Me preocupa por qué se le ha puesto esa cara al espejo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Siempre se finge frente a los espejos. Sobre todo, si no gesticulamos. Fingimos también frente a los otros, y de manera más natural; sin embargo, no nos reconoceríamos si nos viéramos. En cualquier caso, Antonio, creo que, mucho antes de apagarse la hipotética admiración de esos tristes ojos encantados, nosotros mismos hemos dejado de admirarnos.

Antonio Azuaga dijo...

Es cierto, Julio; el problema es que los espejos sean los “tristes ojos encantados”, que sea en ellos donde siempre ha encontrado uno ese puntito de energía, de supuesta admiración, que le permite seguir soportándose. ¡Ay, si esos espejos palidecen!

Máster en nubes dijo...
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