martes, 16 de octubre de 2007

Las cerillas

Antes de que se inventaran los mecheros de usar y tirar, algunos utilizábamos cerillas. Existía una ritual elegancia en eso de encender el cigarro con una de ellas: pitillo en los labios, cabeza levemente inclinada hacia la izquierda, ambas manos en cuenco... y, en su centro, aquel pequeño incendio necesario. Luego, la bocanada placentera y el soplido lateral y displicente que volvía la luz a su penumbra. No siempre acababa así el hechizo; a veces se dejaba el fósforo, distraídamente, en el aburrido crisol de un cenicero. Y la estrella incendiaria se dormía, violácea y diminuta, hasta el cabo de su última posibilidad. En ese punto la astillita se combaba, trepaba por la hipérbola, rutilante y crecida, su llama hacia la nada y luego se extinguía, de súbito, sobre una oscuridad incandescente.

Recuerdo esas cerillas de espectacular desenlace cuando me miro la vida caída en su crisol de atardeceres, cuando pienso en la fortaleza, el valor y la tenacidad con que me miento y miento al mundo disfrazándome de arrogancias que, en realidad, no tengo, que, sin duda, no me quedan; cuando hago que parezca que hay más luz y más fuego del que aún existen en la astilla combada de mis años; cuando sé que es verdad que mis quehaceres me tienen ya ganada la partida y mido el breve cabo de fuerzas que me restan…

Recuerdo el esplendor de esas cerillas terminales que agotaban su insignificante vida en un reventón de luz inútil, de luz hacia su noche, de frágil rebeldía que no se resignaba a diluirse…

Las recuerdo cuando cierro los ojos y estoy solo, cuando pienso en el día que a estas horas, como ellas, como yo, está casi consumado.

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