domingo, 14 de octubre de 2007

Hablar inactual

Hace tiempo que hablo con muy poca gente; a veces, incluso, sólo conmigo, que es una forma como otra cualquiera de hablar casi con nadie. Intercambiar palabras, sí, eso lo hago a menudo con una pluralidad más que decente. Pero hablar es otra cosa que se me queda en esbozo, en intención si acaso, en pereza, fatiga o desencanto del alma.

Puede que esto me ocurra porque hablar exige una complicidad tácita entre quienes lo hacen que a mí me resulta cada vez más gravoso buscar. Algo así como una voluntad recíproca de que las palabras no se limiten a pergeñar un guión, un prospecto de cosas que pasan. La narrativa cansa, a mí por lo menos. Me aburre que me cuenten y me aburre más aún contar. Y hay mucha gente cuyo único tema de conversación es la exhaustiva, pormenorizada y hasta cronometrada relación de sus trabajos y sus días. No hay quien lo aguante. Quiero decir que yo no lo aguanto. Porque, insisto, hablar es otra cosa.

Hablar es defender entusiasmos y declarar principios; o recoger emociones y despertar sentimientos; o comprometer el alma y enamorar creencias. Y rebatir y confirmar y reconocer; y ver crecer al otro; y sentirse crecer uno. Y edificar o demoler a veces. Y saber escuchar y querer aprender. Y poner el corazón sobre la mesa, pero llevarse después una parte del corazón del otro.

Somos la herencia de una sociedad que ha confundido todo esto, que, sin ningún pudor, exhibe a gritos su vulgar intimidad, que deforma el diálogo y la conversación hasta una caricatura de ladridos, que ha reducido la palabra a su menor estatura de decir, o contar, lo que le ocurre, sin caer en la cuenta de que eso ya lo hace el aullido de un perro cuando está en celo, por ejemplo.

Pero hablar es –o era– otra cosa. Algo, por lo que veo –¿será personal miopía?–, bastante poco frecuente, demasiado inactual.

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