miércoles, 10 de octubre de 2007

Necesidad de la filosofía

No podemos mirar cara a cara al mundo sin tener la tentación de interpretarlo. No nos basta rastrear el fantasma olfativo de una gacela enferma para después tumbarnos indiferentes a la sombra de una acacia y hacer la digestión. Estamos aquí por algo que no es el algo común de los demás animales. Estamos aquí para otra cosa, para vivir de un modo diferente.

Hablo del agotador esfuerzo del hombre. Hablo de este peculiar modo de vivir absolutamente contradictorio con los otros “vivires” del mundo. Para los restantes seres, la vida es necesidad de resolver el peliagudo problema de la supervivencia, ya sea propia, ya específica. Para nosotros también, desde luego; pero sólo en un primer momento. Más adelante, cuando aquél está más o menos resuelto, ocurre una extraordinaria inversión. A partir de entonces, vivir para el hombre es inventar problemas, es instalar enigmas o divinos acertijos, es complicar la realidad porque una realidad tan simple nos parece que no tiene derecho a serlo. Y es verdad: si yo puedo pensar algo más grande que lo que hay es que lo que hay es una minúscula torpeza (dicho sea de este modo para juguetear con el argumento ontológico). Está ahí, raramente, para decir que dos y dos son cuatro, pero absolutamente incapaz de interpretar la razón de que así sea.

No nos queda, por tanto, más remedio que cargar con tan extravagante oficio. A pesar de los pesares, a pesar de los esfuerzos por simplificar el inventado problema… “La naturaleza es simple y no derrocha en superfluas causas de las cosas”, dice Newton en la primera de sus Regulae philosophandi de los Principia. Puede que las cosas, o las causas de las cosas, sean juego de niños, pero establecerlas, decirlas, interpretarlas, es empresa de dioses.

O aventura de pequeños animales que quieren abandonar la precaria condición de serlo.

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