¡Qué le vamos a hacer! Se me ha dicho, y es cierto: soy incorregible. O me pasa aquello de Neruda, que ni muerto podré dejar de cantar. Vamos con otro “digamos que es una prueba”…
Si aún queréis, insisto aquí: La imaginaria del alma
¡Qué le vamos a hacer! Se me ha dicho, y es cierto: soy incorregible. O me pasa aquello de Neruda, que ni muerto podré dejar de cantar. Vamos con otro “digamos que es una prueba”…
Si aún queréis, insisto aquí: La imaginaria del alma
Pues ya está: son mis trescientas, mi laberinto de confusiones, o de confesiones si se prefiere. Se trataba de dar voz a estos pequeños agobios que con los años dificultan la respiración, de abrir la ventana porque el cuarto del alma olía a cerrado. Eso ha sido todo, pretensión de tomar aire. O de seguir el juego de inventarme que interrumpí tras la infancia. Llevo un año jugando con un gato que me arrimó a sus fantasías cuánticas, con un peculiar Mr. Hyde que saltaba por mis sótanos y con un entrañable “caballero” que, al cabo, es al que más he llegado a querer. Y palabras, palabras, palabras, con esa cuota creciente de sombras que llevo dentro. Y con vosotros, entrañables visitadores, que, a veces, adornasteis mis entradas con destellos lejanos, como de estrella que envía un signo de racionalidad remota a la vigilia permanente de un viejo radiotelescopio. Era como saber que había alguien ahí fuera, buena gente dispuesta a acompañar, a consentir la dosis diaria de un ensimismamiento ajeno.
No sé si quiero volver. Probablemente sí, pero no estoy seguro. De momento, confieso mi cansancio. Me daré un tiempo, unos días, unas semanas… Unos meses, sería demasiado. En cualquier caso, debería cambiar algunas cosas. Muchas probablemente. Veré si soy capaz.
El caballero inactual también ha querido despedirse. Se ha empapado la garganta con tres copas de un jerez oloroso, que guardo para “las ocasiones”, y me ha cantado estas soleares con voz turbia:
De memoria estoy viviendo,
de ya saberme la vida
de memoria, y en silencio
para que no se me note
que no hago por no pensarla
cuando es de noche la noche.
¡Y el día, allí en la memoria,
cargándome las espaldas
de confusiones y sombras!
De memoria y carrerilla,
como si fuera la tabla
de confesión de la vida.
O la lista innumerable
de soles sin mediodía
que fue nublando la tarde.
O la lección no posible,
que nunca estuvo en un libro,
para aprender a morirse.
De memoria estoy viviendo.
O quizá, sin darme cuenta,
de vivir me estoy muriendo.
A vosotros, de verdad, gracias.
Me lo dictó el “caballero sin día” hace cinco años:
Cuento los días y las horas. Cuento
este absurdo intervalo que me queda
para hacer de los sueños almoneda
y en ruinas declarar el pensamiento.
Este pensar que ha de arrastrar el viento,
hojarasca de un hombre, polvareda,
nada, silencio que el silencio hospeda,
verbo que no lo fue sino un momento.
Qué tonta crueldad la de la vida:
amanecer un día, despertarse,
amar, creer, pensar… Dormirse luego.
Y comprar un reloj a la medida
cuando el alma comienza a desgarrarse
sin sueños, sin aliento, sin sosiego.
(marzo 2003)
Todo actor interpreta al actor que lleva dentro, al igual que cada uno de nosotros lo hace con el yo de que se piensa depositario. Pero también, desde esa inevitable interpretación nuestra, no hacemos otra cosa que intentar interpretar al tú que tenemos delante. Aunque se trata de dos interpretaciones distintas: una, la propia, es escenificación; otra, la ajena, pura hermenéutica. Por la primera ocultamos, por la segunda queremos desvelar. Es decir, tapamos en nosotros lo mismo que pretendemos sacar al aire en los demás.
¿Cómo sería un mundo en el que se invirtieran los destinatarios de esos dos empeños?, ¿un mundo en que el esfuerzo de la interpretación se orientase a que cada quien buscara descifrarse a sí mismo, y cada cual se afanase en fabular la virtud en los otros? De entrada, sería un mundo raro; de salida, un mundo inhóspito. Tan inhóspito, que todos y cada uno, luego de descubrir los límites de su insignificancia, acabaría por encontrar la significación de cada uno y todos los demás. ¡Rarísimo e inhabitable! Para nosotros, naturalmente. Sin embargo, es la única forma de entender lo de “amar al prójimo como a uno mismo” y “a Dios sobre todas las cosas”.
A lo mejor por eso, el reino está en otra parte y nosotros aquí (yo, el primero), convencidos de que el símil “como a uno mismo” quiere decir que uno es el paradigma de las maravillas y que lo que se debe hacer es desvelar parejos prodigios en los demás.
A veces, parecemos tontos… O lo somos siempre.
Yo no sé si habrá sido por la pereza del pasado otoño, por aquel carácter tardo-melancólico que le atribuí (esa vagancia de distraer la ocupación pendiente hasta el momento inevitable), o por el síndrome del viejo verde con que pareció nacer este tibio invierno que, en cuanto ha podido, se ha adornado con soles y afeites impropios de su edad; el caso es que, en el chopo que hay por frente a mi ventana, se ha obrado un prodigio del que yo, por lo menos, no guardo memoria: unas cuantas hojas de la generación pasada, quiero decir de las que aún verdeaban cuando octubre no quería ser octubre, han resistido los escasos rigores del último solsticio y se han topado, de boca y manos, con una multitud de insolentes brotes, de esos que traen la savia fresca y las ganas de tirar a espada con la luz, y con su propia sombra si se tercia.
He estado observando, largamente, durante el atardecer de este domingo, ese árbol de extraños ayeres y mañanas simultáneos. Y he reparado en una de las hojas de la generación perdida, que se agarra a la rama con la desesperación de la memoria al tiempo. Autoritaria y severa, se inclina sobre la juventud verdiblanca de una yema nueva como diciéndole aquello de como te ves, me vi; como me ves te verás. Claro que la otra parece responderle con crueldad desvergonzada: como me ves, no te volverás a ver jamás... Y he pensado, no lo he podido evitar, en Garcilaso:
…Marchitará la rosa el viento helado,
todo lo mudará la edad ligera,
por no hacer mudanza en su costumbre.
Y en Quevedo:
Tu edad se pasará mientras lo dudas;
de ayer te habrás de arrepentir mañana…
Y en Góngora:
…se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.
Y en Juana de Ibarbourou:
…Hoy, y no mañana. Oh, amante, ¿no ves
que la enredadera crecerá ciprés?
Y…
He cerrado la ventana; luego he empezado a escribir. Esto del carpe diem botánico me ha llenado, hablando humanamente, de nostalgia.
Porque mañana es mañana, porque mañana, dos de marzo, tiene que ser un aniversario; para que lo leas y esta noche, a las once, me digas por teléfono si te ha gustado. Aunque ya sé lo que me vas a decir.
Se han quedado sombrías, silenciosas,
en el pretil de tu última ventana;
dentro del mundo y de la pena humana,
dentro del tiempo, rosas entre rosas.
Mas tú no estás allí; son tendenciosas
las voces que lo dicen; es malsana
la intención de pensarlo, es inhumana…
Tú no estás donde estaban esas rosas.
Tú estás en mi teléfono a las once,
puntüal, como siempre te sabía,
hablándome de luz y de grandeza;
no tras ese balcón de falso bronce,
debajo de la cifra de ese día
que, amanecido adiós, durmió en tristeza.
(1 marzo 2008)
Si me muriera de repente
no dejaría de cantar.
Pablo Neruda
Se exprimió el zumo del alma hasta el silencio, hasta que sólo quedó la pulpa seca del silencio entre las rendijas del exprime-almas. Y se lloró la muerte como es debido; aunque él pensara que no era eso lo debido, que llorar por uno mismo no está bien, que el narcisismo tanático no es nada elegante, que queda bastante tonto eso de lagrimear y decirse entre pucheros: “qué pena me doy, ¡con lo buen chico que era!...”
Así que abrió el cubo de la basura y sacudió el exprimidor. El silencio volvió al silencio, como Dios manda, sin corte de plañideras ni flores arrancadas, sin vocingleros lamentos ni escenarios de tristeza. La porción de tierra se hizo tierra, al igual que el ascua breve de los otros elementos. Y la tierra se desmembró en silicatos, y los silicatos en calcio, en magnesio, en silicio... Después ocurrieron cosas raras porque fueron extraviándose los electrones de sus antónimos. Entonces el silencio se hizo hidrógeno, y el hidrógeno partícula solitaria, y la partícula solitaria quark…
Y el quark se transformó en palabra.
Cuando dejó en el contenedor las bolsas de basura, pensó –cosa extrañísima porque se había muerto– que la pulpa seca del silencio era la undécima categoría del ser.
Aristóteles anduvo distraído en este caso.
Nota que aparece al final de mis “Memorias”, apócrifas, inéditas, aún por escribir… Pero no os preocupéis: se publicarán en cuanto encuentre un editor que merezca "mi inteligencia". Adelanto estas líneas en desagravio a esos personajes “famosos” (como Pipi Estrada, que ha supuesto para mí un auténtico, aunque tardío, descubrimiento) que vuelcan sus interesantes vidas ante la indiferencia lectora de algunos sectores de la sociedad:
Tengo una tarea urgente que cumplir y todavía no sé cuál es. He pasado mucho tiempo preguntándome si se trataría de una gran empresa, de algún gesto heroico, de alguna hazaña memorable... Con los años me he vuelto escéptico: me temo que mi tarea sólo era creer que tenía una tarea urgente que cumplir. A casi todos los idiotas nos pasa esto.
A veces hay que ser sincero.
Me preocupó cuando lo leí, aunque, sin duda, yo no llegaré a vivirlo. Parece que los días de las Olimpiadas están contados; o, mejor dicho, los días de los récords de las Olimpiadas, sic transit... Los estudiosos, que no pueden estarse quietos, han realizado un pormenorizado análisis de las 3260 marcas registradas desde 1896, que es cuando el barón de Coubertain resucitó este maravilloso espectáculo, y la conclusión ha sido demoledora: a partir del 2060, se acabó lo que se daba, ni un récord más, habremos llegado al límite de nuestra potencialidad muscular. El más lejos, más alto, más fuerte tendrá que ser, como mucho, un tan lejos, tan alto, tan… Vamos, una pena.
Esto de mirar atrás y comprobar que nunca haremos algo mejor que quienes nos precedieron tiene que ser desalentador. Es un terreno abonado para convertir en semidioses a los antepasados. A lo mejor, es lo que sucedió en la Grecia de siempre. Tal vez, hubo un pasado, ignorado por nosotros, en el que eso ya ocurrió. Y entonces tuvieron que volver a empezar. Y se consideraron a sí mismos sólo hombres; y a los otros, héroes, inmortales, del otro lado… A lo mejor, por eso es por lo que les gustaba tanto lo del eterno retorno, que podría ser una opción meritoria, también para nosotros, a partir del 2060.
Pero podríamos hacer algo más, podríamos hacer algo nuevo, radicalmente nuevo y revolucionario. Podríamos inventar los Juegos Olímpicos de la Moral. Que yo sepa, no hay ningún precedente (los hay de saberes del hombre, pero eso es razón teórica); y si lo unimos a la “prioridad técnico-moral” del otro día, nos saldría un ser humano al que, ni en broma, reconocería ya ninguno de sus primos chimpancés. Estos juegos tendrían pruebas como las 400 horas vallas de honradez, en la que los atletas de la razón práctica deberían superar, durante 16,6 días, todo tipo de obstáculos (tentaciones, diríamos hoy) con su fornida rectitud; o las 100 horas lisas de veracidad, que los pondría ante el dificilísimo récord de ser radicalmente auténticos en cuatro días y poco; o, la prueba reina, la Maratón de la Justicia, que los enfrentaría, ni más ni menos, que a 42,195 días siendo justos…
Creo que entonces la gente no se limitaría a salir en chándal para correr por los parques. Creo que ya no sólo querríamos tener el músculo fuerte y el corazón en forma: entonces, desearíamos también un alma vigorosa y grande… Más firme, más neta, más buena.
Yo iba a escribir de otras cosas, pero me he encontrado junto al monitor este soneto del “caballero”. Al parecer, le molestó mi introducción del viernes, mis palabras sobre su no hablar “como hoy es debido”…
A pesar de vivir en estos días,
entre placas, y micros, y teclados,
y ratones bluetooh, y fragmentados
clústeres, y demás nigro-manías;
a pesar de inventarme mediodías
en los súbditos ojos, fatigados
de mirar y mirar medio embobados
el monitor de sus melancolías.
A pesar de esto y más, sigo teniendo
una espada, un caballo, una celada,
un molino de viento, una aventura…
Unas ganas de ser, que no está siendo,
que no será jamás, o será nada
más que un sueño soñando una locura.
(26 febrero 2008)
Parece ser que, en este hogar lácteo de la noche, conviven con nosotros unos cuatrocientos mil millones de estrellas. Dicen que son inmensos globos de hidrógeno que, en nuestro caso –probablemente en otros muchos–, son como una caldera gigantesca que ensaya la vida en sus alrededores.
Aquí abajo, en este otro hogar de roca y agua cotidiano, sólo hay unos seis mil millones de animales verticales, implumes y a veces sabios, que recorren sus coordenadas aireando preguntas y afanándose en locuras, saludables unas veces, insanas muchas más.
Y aquí dentro, en este micro-hogar-espelunca de huesos y tejidos, no hay nada más que una burbuja de vida, opaca o translúcida, según el ánimo, frágil o tenaz, según el día. Supongo que a los seis mil millones de animales verticales restantes les ocurre otro tanto y albergan una burbuja similar. En algunas pocas de esas sutiles pompas, caben todas las demás, incluso los cuatrocientos mil millones de inmensos globos de hidrógeno. En otras, en la mayoría, sólo entra un relámpago de luz, una débil claridad durante un breve intervalo de tiempo, que apaga el hambre, o el terror, o la guerra, o la miseria, o la enfermedad… precipitadamente.
Gracias a nuestra espléndida red-de-sabidurías, podemos tener inmediata noticia de tantos horizontes de infortunio; hasta se pueden reproducir, virtualmente, los efectos de un disparo o de una bomba con absoluta indiferencia. Lo que no entiendo es por qué aún no hemos inventado la red-de-la-sensibilidad o el juego virtual del dolor humano; quiero decir, algo que nos permitiera sentir, como si fuera propia, toda la desgracia de las demás burbujas en nuestra modesta burbuja solitaria.
A estas alturas de la especie, debería ser una prioridad técnico-moral en los presupuestos dedicados a la investigación. Si no lo es, habrá que sospechar.
Esta tarde os la dejo a vosotros… para que la pongáis el nombre de las melancolías que se os antojen. Os diré simplemente que es lluviosa, que es de humedad ceniza en la mirada y que, en sus agónicas oscuridades, el asfalto brilla como la piel de un cetáceo emergente. Es una tarde para sentarse junto a la ventana y adivinar la trayectoria inminente de una gota en el cristal… o para repasar las referencias de los silencios que llenan nuestras alforjas. No tiene sentido que cuente yo las mías, que cada cual haga su examen de nostalgia y su propósito de vida, que cada quien firme la paz consigo mismo y haga propósito de enmienda para no caer en la tentación del mismo dolor de siempre.
Y si esta tarde no es ya esta tarde, si esta tarde es esta noche, o es mañana, o cualquier momento de cualquier día, ponedle entonces la memoria del nombre de esas melancolías vuestras. Porque lo importante no es lo que ocurre ahí fuera, llueva o no llueva, sea ahora o después, aquí o en cualquier otra parte, sino lo que sabemos y queremos nosotros de nosotros, que, al fin y al cabo, es lo que somos. La exterioridad del mundo no es más que su ocasión. O su pretexto.
No quiero enajenarme; o deshacerme
como un terrón de azúcar en tu olvido,
de azúcar o de sal, mal diluido,
mal tenido de sí, soluto inerme
paladar de la muerte, descendido
a accidente de un alma que ha roído
su compacta sustancia, y no saberme.
zarza que arde y no muere y te proclama
decálogo de todos sus sucesos.
que anochece deseo en una llama
y amanece ceniza de unos besos.
(22 febrero 2008)
Existen nebulosas primitivas, jirones de luz deshilachada, advertidos por el ojo de ese cíclope solitario de la noche que es el Hubble, en las remotas lindes de nuestro universo. Perviven en la ficción de un viaje a trescientos mil kilómetros por segundo que nos deja su recuerdo, su hoy inactual, en la mirada curiosa. Son algo así como la memoria de la creación, la madre primigenia de las familiares galaxias actuales; como nuestra Vía Láctea, donde se hace la vida y la muerte, el amor y el dolor, la alegría y la tristeza…
¿Nos pasará a nosotros eso? ¿Existirá allí, en los remotísimos rincones del alma, un frágil resplandor deshilachado, una imagen sin apenas luz, una débil memoria de un casi olvido del que luego crecieron el sueño, la esperanza, el entusiasmo, la fuerza gravitatoria del corazón y de la voluntad que ahora nos sostienen? ¿Será ese ayer, casi apagado, el beso de una madre que estuvo con nosotros, que sonrió con nosotros, que aplaudió, con el entusiasmo de un auditorio enardecido, el primer balbuceo nuestro que quiso ser palabra?
(Por evitar caer en lastimeras melancolías –hoy hace un año que escribí aquí mis primeras bobadas–, mucho me temo que me voy a poner “espeso”).
La ciencia, para sobrevivir;
el amor, para permanecer;
la poesía, para no morir;
la ficción, para distraer;
las noches, para despertar;
la filosofía, para crecer;
el arte, para soñar;
la moral, para vencer
la pereza de existir…
Y Dios –perdón por la divergencia–
tan sólo... para vivir.
No tengo ganas de escribir ni una sola palabra. Me acosa la pereza, me cerca la pereza, me invade la pereza… ¡Hoy!... ¿Qué es hoy? ¿Qué tiene hoy de especial para que me ocurra este desaguisado? Esta pregunta, tan tonta, nos la hacemos siempre que la realidad se vuelve torticera, precisamente porque es realidad. De pronto, caemos en la cuenta de que no somos el dios que nos creíamos; que nuestra fuerza no es tal; que nuestra capacidad, tampoco; que nuestro control de la situación es un falso virtuosismo; que somos un racimito de uvas que se pensó destino de ebriedad y se lo están comiendo los pájaros. Tan acostumbrados estamos a las regularidades, que las excepciones nos trastornan.
Y, sin embargo, es así: somos un cáliz de plenitudes con unas cuantas gotas de insignificancia. Pero ¿qué cáliz es ése que en tan grandioso continente alberga contenido tan precario? Lo sabemos ya: la voluntad. La voluntad empecinada en tirar de nosotros, mientras nosotros sólo nos sorprendemos y nos lamentamos. La voluntad que quiere un metro más de combate, un minuto más de espada. La voluntad que está por encima de nuestra débil fuerza, de nuestra pobre capacidad, de nuestro frágil control de los hechos… La voluntad es la bandera de nuestra especie, no la inteligencia; menos, ahora que los “primatólogos” (la “Primatología” es una disciplina que en breve sustituirá a la Antropología en las Universidades) andan proclamando las cualidades intelectuales de los bonobos.
Sirvan como ejemplo estos renglones de que la pereza puede ser vencida. Sirvan, también, para eximirla de su condición de pecado capital del hombre. Nuestro mayor pecado es la abulia, o la pusilanimidad. La pereza sólo es la distracción de la voluntad... un domingo cualquiera.