miércoles, 31 de octubre de 2007

La justicia y la sonrisa irreal

Metafísicamente, la justicia es una reparación del ser burdo y anónimo, del ser sin razón, que es el ser de los hechos que simplemente ocurren, pasan, estallan... La justicia tiene una función armonizadora en el alma, apaciguadora de la ansiedad sentida, del dolor sufrido ante lo que sucede sin deber suceder, ante ese modo brutal de hacerse el mundo acontecimiento acéfalo. Porque la guía de cómo debe hacerse no está en el ser que es, sino en la objetivación de todas las almas que llamamos ley moral, que prolongamos en ley positiva.

La justicia tiene la obligación de que el deber ser sea, de que nada que deba ser se diluya en ceniza de su abandono. Por eso la justicia, en cada uno de los hombres, en cada uno de los estados, es virtud vertebral, eje central de su osamenta. Sin ella, sólo queda el diagnóstico de un cáncer social, de una enfermedad terminal de la civilización.

No puede la justicia convertirse en espectáculo de grandes titulares para terminar en panfleto de vodevil. No puede anunciarse como muralla de contención para las aguas crecidas y terminar arrojando unos cuantos chalecos salvavidas desde el aire. O lo primero sobra, o lo segundo insulta. Y una justicia que sobra o que insulta es simple corrupción del estado. Me parece innecesario enumerar todas y cada una de las situaciones “cotidianas” (delitos comunes, violaciones, pederastias, “violencias de género”, terrorismo…) en que un ciudadano puede haberse sentido ofendido o burlado. ¿Quién puede negar que el anuncio “brillante” de la “ley” que corrige el ser burdo no se queda después en triste torpeza o en farsa insultante?

No iba a hablar de estas cosas. No quería hablar de nada. No me gusta como acaba octubre. No me gusta este fin de trayecto cuya segunda estación veo ya por la ventanilla. Quería pensar en las lluvias de otoño que no vienen, en amores que sueñan las edades que declinan sus últimos sustantivos. Y me ha nacido una rabia repentina (¿por qué será?) desde el poco ser social que aún me queda, desde el mucho dolor que siento por la tierra en que vivo y en que, hace algún tiempo, ya no logro creer ni esperar nada.

Perdonadme, pacientes amigos. Es verdad que estoy harto y que me siento de sobra, como muchos probablemente con más luz que la mía. Aunque no lo parezca al pie de página de los gestos cotidianos. Aunque no se me note del todo detrás de esa sonrisa, realmente irreal, que ensayo cada mañana frente al espejo.

martes, 30 de octubre de 2007

Otro roto

Yo venía con ganas de poner algo de orden sobre el barullo de cosas que le ocurren a uno a lo largo de un día cualquiera. Todo eso que dicen que hemos vivido; o mejor, que hemos muerto, otro poco sobre el poco de ayer y el etcétera largo de ayeres que algunos tenemos. Yo venía colocando en silencios los hechos y en no hablar las preguntas; esas que uno se hace y no sabe por qué se las hace. O sí que lo sabe y no quiere saberlo.

Desde el coche veía, a lo lejos, la ciudad en su noche temprana, en sus luces recientes sobre el perfil geométrico de los edificios y el rosario insolente de las altas farolas. Más arriba, la tarde vencida. Y Júpiter, débil, un poco más alto. El resto, un azul en creciente negrura.

Pocos hay que descubran el calor monacal de los coches; pocos hay que lo aprecien. Sin embargo, es lo único que merece la pena de ellos. Al terminar el día, cuando todo es perfecto (y lo digo en sentido verbal de estar todo acabado), cuando ya sólo queda en el tiempo la memoria de uno, entonces esa concha metálica se convierte en un claustro. Y podemos callar con nosotros, y mirar hacia dentro, y pensar, y saber, y llorar sin que nadie interrumpa la amarga verdad de aprendernos.

Me duelen los tangos y ya no los pongo. Me paso la vida poniendo dolores inútiles donde no debería. Me duele doler y dolerme. Y no sé por qué ocurre, por qué soy como soy, por qué no se harta la tierra de mí…

Estoy mejorando: venía con ganas de ordenarme la vida y acabo de hacerme otro roto en el alma.

lunes, 29 de octubre de 2007

"Cantos de soleá"



Esa calle no sabría
decir lo que le faltaba
entre la noche y el día.

Pero era la misma calle
por que pasaron tus ojos
para coronar la tarde.

Y fue el sol, más sol entonces,
una arenga luminosa
a los portales sin nombre.

Y más acera, su acera;
y más balcón, sus balcones;
y ella, más ser la que era…

¡Esa calle oscurecida
que no sabe qué le falta
entre la noche y el día!


(octubre, 2007)

domingo, 28 de octubre de 2007

Un lujo de la evolución

Acarician, advierten, indican… O saludan y despiden. O amenazan, detienen y golpean… O se enlodan, a veces, con la muerte. Pueden danzar sobre el sexo de una guitarra, o perseguirse enloquecidas por la escala albinegra de los pianos. O enlazarse piadosas y rezar; o suplicar y juntarse en humildad paralela... Moldean, construyen, escriben… Incluso, hablan. Son un lujo de la evolución y un golpe de autoridad de la vida; un acto de rebeldía de la naturaleza, que se niega a ser función habitual y única. No les basta con ser extremidad que trae, que lleva, de un lugar a otro al organismo que arrastran encima. Quieren ser otra cosa, cualquier cosa, que sirva para lanzar una especie hacia delante, que sirva para que un animal vertical comience la tarea de querer ser más, mucho más que el ser precario que recibe.

Manos benditas, manos admiradas… Llevo todo el día con esas dichosas manos metidas en la cabeza. No las he visto… Aunque sí las he visto; esta mañana, entre las soledades (hoy menos soledades porque era domingo) de los museos, tras el caparazón transparente de las vitrinas. Me ocurre siempre. He visto su anónima heredad, su maravilla inmensamente lejana, su prodigiosa elegancia sobre el barro, sobre un montón de arcilla amorfa. Y el milagro de un vaso, un ungüentario, una crátera hermosa. No he podido evitar avanzar de esas manos a esos brazos, de esos brazos a ese cuerpo, de ese cuerpo a esa alma… Era un hombre en el mundo. Casi podía verlo; casi con él hablar; casi reír, casi sufrir, casi pensar… Dos mil y pico años de distancia, pero… ¡lo sentía tan cerca, tan aquí, tan a mi lado…!

Acarician, advierten, indican… Se besan a la mujer, se estrechan en el hombre. Se escaparon de la naturaleza. Se hicieron para la Historia.

sábado, 27 de octubre de 2007

Gómez Ortega, 28

Era una casa peculiar, así me lo parece ahora. Entonces no, entonces sólo era donde nosotros vivíamos; nosotros y dos familias más, que eran mi abuela, mis tíos y... Jorge, un primo pequeño, un casi hermano, un cómplice en los mundos irreales de la infancia, en las fantásticas empresas de aquella imaginación maravillosa que no tenía grilletes, que jugaba a ser, no a ver; que lo suyo eran juegos, que no eran videojuegos. El agosto maldito del 73 le rompió la juventud sobre una moto. Todavía existía aquella casa de largos pasillos y altísimos techos a la que entre bromas nos referíamos como Villa Mercedes, por mor de la dueña que así se llamaba.

"Gómez Ortega, 28"... Ya ni siquiera el nombre de la calle existe: se lo robó "Cartagena", el rabo de "Cartagena" que ahora oculta de asfalto los enterrados adoquines suyos. Una puerta de forja oxidada daba acceso a un jardín sin concierto donde las cosas no estaban colocadas, sino que parecía que estaban donde las había depositado el tiempo. Un castaño, tres pinos, un eucalipto, un par de parterres con rosas, una exótica pita, dos macetas enormes de hortensias rosadas… Y mucho más, porque, en realidad, aquel jardín era el mundo de Verne y de Stevenson, era la tierra donde sobrevivía la película del último sábado y era ese azar de vivir inventado con que el niño transforma en viables los sueños. No era un jardín solamente, era un proyecto de historia de dioses pequeños.

"Gómez Ortega, 28"... Sobre ese nombre sin calle, sobre ese número sin vivienda, hoy se levanta el Museo de la Ciudad. Después de todo, me parece un destino hermoso: pocos podrán presumir de tener un museo encima de su infancia, una memoria tan grande encima de la insignificante suya.

viernes, 26 de octubre de 2007

El cometa

Para Lola, que hoy, entre listas y errores de nombres, nos habló de un cometa.


“Una esfera de gas dorada, una tenue atmósfera verdosa…” Dicen que así es como se adorna ante la mirada de cíclope de las cámaras fotográficas. Viene de donde todos sus enigmáticos parientes, de un lugar que tiene nombre de cuento de hadas o leyenda de oráculos, la Nube de Oort, una fría estancia terminal donde se reúnen los cometas en claustro de veteranos docentes de la noche.

Me han hablado de él esta mañana mientras revisaba errores en listados de alumnos, esa enumeración de advertencias acerca del estar y del no estar donde debieran, esa preocupación de los bolígrafos por destacar los lances a puerta gayola de cuantos hacen de las clases pura torería. Me han dicho que andaba pavoneándose en la corte de Perseo como un recién llegado petulante, presumiendo de luz, compitiendo en magnitudes con las otras estrellas, tentando los insomnios de las lentes de sus sonámbulos perseguidores... Y es que lejos, mucho más lejos de lo previsible para esas arrogancias luminosas, le ha dado a este Holmes por crecer en claridades y dedicarse espectáculos.

Esperados, temidos, deseados, soñados… los cometas son como viejos profesores que cruzan por el cielo para ver si hemos vuelto a las aulas de su augurio inquietante. Decidían de antiguo el temor y la sorpresa, hasta que vino la ciencia y encarriló sus retornos. Y se volvieron presencia predecible, suceso ordinariamente extraordinario.

El universo está repleto de insistentes maestros que pasan lista cada noche a nuestros ojos. Los cometas lo son, aunque algunos, los de mayor audiencia, tienen horario de relojes excesivos. Hay demasiada distancia entre dos de sus clases. Por eso, cuando vuelven, no tienen más remedio que ponernos falta, una falta que no justificamos, que, en realidad, ya no podremos justificar nunca. Y no es por culpa nuestra desde luego: ¡qué más quisiéramos nosotros que no hacer pellas en la vida a su regreso!

jueves, 25 de octubre de 2007

Anábasis

No deja de ser curioso que fuese también discípulo de Sócrates, ese minero-filósofo empeñado en excavar galerías interiores buscando las vetas de la virtud. Sorprende que compartiese maestro con Platón, que hizo de éste la antesala de un templo perfecto con ordenadas estancias donde el Bien irrumpía como un sol en perpetua primavera. Jenofonte no era así, Jenofonte era un general primero, un filósofo después. No conduce en su Anábasis a sabios deslumbrados (como Platón y los que logran escapar de la caverna en su República), se retira con mercenarios vencidos. Coincide en el fracaso, eso sí: Cunaxa se parece mucho a Siracusa. Aquélla es una batalla, ésta un reino; pero las dos son escenario de una derrota: militar la una (aunque no lo fuera estrictamente para los griegos), la otra política, humanas las dos. ¿Y quién pierde al cabo?... Sócrates, Sócrates es el gran perdedor. El interior, el enorme peligro. ¡Qué terribles todas sus expediciones!

El interior no es un bucólico rincón de paz: no se adentra uno en uno para pastoriles holganzas. La paz interior hay que guerrearla primero, hay que construirla después, hay que vigilarla siempre. No pueden relajarse los turnos de guardia ni el entrenamiento de los ejércitos. Cunaxa siempre está ahí, o Siracusa… Y la decapitación de nuestros generales o el mercado de esclavos en el puerto de Egina; y la retirada de nuestras diez mil palabras heridas buscando el mar de los otros o la Academia platónica y sus cien mil ideas perfectas persiguiendo el olvido de nuestra derrota…

Pero, a veces… ¡Ay!, a veces, uno arroja la espada y el escudo, uno rompe las palabras por su tilde y se deja caer hacia sí mismo, uno quiere callar y descansar de uno. Sin más anábasis, sin más cavernas, sin más derrotas, sin más huidas…

miércoles, 24 de octubre de 2007

El espejo

No tengo ganas hoy de de filosofías de andar por casa ni de lamentos de cuarto de estar al amparo de la nostalgia. No tengo ganas de buscarle tres pies al alma; lo que, además, sería una idiotez porque desde Platón sabemos que lo que tienen las almas son alas y no pies. Por no tener, no tengo ganas ni de no tener ganas. Así que el resto de este apunte sobra. Porque voy a empezar a decir tonterías. De hecho, ya he empezado.

Por ejemplo: me preocupa la cara de escepticismo que se le pone al espejo por las mañanas cuando me afeito. Como sigamos así, voy a dejar de afeitarme. Los interlocutores de azogue no tienen derechos de propiedad sobre las autoflagelaciones de uno; nada se ha publicado al respecto, lo que, en tiempos tan proclives al reconocimiento de aquéllos, me autoriza legalmente a afeitarme de espaldas o a no hacerlo.

Por ejemplo: el ejemplo anterior nada tiene que ver con aquello que veo. Lo que me inquieta es aquello que ve el que me ve, el otro, el de enfrente, ese pozo de múltiplos de uno que ha empezado a saltarse las formas, que ahora va por los fondos, que, a este paso, sabe Dios hasta dónde quiere llegarme.

Por ejemplo: el ejemplo segundo, que cita el ejemplo primero, se refiere a lagunas oscuras que llevo en el alma, que no sé qué hacer con ellas, que me crecen, a veces, hasta el nivel de los párpados inferiores, que se quedan brillando en tristeza un instante, que en ocasiones rebasan su límite…

Me escuecen los ojos. Seguro que es el tabaco. Ya está bien de tonterías.

La Sonata de otoño de Valle (así lo citan los eruditos, no quiero que se note que no lo soy) acaba con cartesiana melancolía:

…¿Volvería a encontrar otra pálida princesa, de tristes ojos encantados, que me admirase siempre magnífico? Ante esta duda lloré. ¡Lloré como un Dios antiguo al extinguirse su culto!

Me preocupa por qué se le ha puesto esa cara al espejo.

martes, 23 de octubre de 2007

No Man's Land Fort

Ya sé que no soy deseable: si yo tuviese alguna relevancia pondrían una cruz roja sobre mi nombre. De hecho, y sin tenerla en absoluto, la han puesto algunas veces. Pero no soy rencoroso y no me importa. No tengo ambición, ni poder, ni capacidad posible de tener una u otro; ni lo tengo ni merece la pena que lo tenga. Cuando hablo del hombre, me refiero a una abstracción; es decir, que la implicación semántica de mis tontas palabras es con una abstracción, difícil o imposiblemente concretada en realidad alguna. Me importan las personas, eso sí; pero el concepto de persona está un par de palmos por encima de aquél: huele a moral, alegría y tristeza; a entusiasmo, compromiso y renuncia; a dolor y a caricia; a mirada de complicidad enamorada… Huele a ángel, no a conflicto callejero o cuchillada de suburbio… Huele a distancia de inexplicables proximidades, no a proximidad de comprensibles distancias.

Así que lo de anoche fue toda una revelación. A renglón seguido de escribir esa petulancia del reino “en otra parte”, me encontré la noticia de una venta: una fortaleza (No man’s land fort) a la que sólo puede accederse por aire, situada en el canal de La Mancha, a cinco kilómetros de Portsmouth… Dejando aparte su remota historia y su cercana anécdota (al parecer, su último propietario fue encarcelado por fraude), me pareció el lugar idóneo para un animal tan huraño como yo. Vivir sin molestar o ser molestado, en una circularidad de soledad perfecta, es lo más parecido al Paraíso para quienes tenemos la costumbre de no acostumbrarnos a las institucionales tomaduras de pelo de la Historia. Uno se cansa de ser el mono de la contrariedad, de estar en la verdad, o en el error, sabe Dios, de modo permanente, sin otra frase al alcance de los labios que el “no me gusta, no me gusta”, tan en apariencia orteguiano como precario en soluciones. Me iría, pues, incluso echando de menos los árboles de otoño. Y el Paseo del Prado… Y el cielo de Madrid… Y el Madrid de los Austrias (aunque ya no haya Austrias, ni calles donde suenen las espuelas, ni espadas que debatan en el aire la mordaz insinuación de un soneto inoportuno). ¡Una pena saber que uno desea dejar de ser el ser que deseaba!

No man’s land… Tierra de ningún hombre, tierra de nadie… Anoche me dormí oyendo el mar embravecido, bajo un toldo rosáceo de nubes sin ranura a las estrellas. Pero no me importó: dormí plácidamente.

Una pena… Para mí por lo menos.

lunes, 22 de octubre de 2007

En otra parte

En la Naturaleza hay que sospechar de lo imprevisible, hay que ponerse en guardia ante los hechos que rompen de modo irregular lo unánimemente esperado. La Naturaleza es crisol de determinismo, fragua de uniformidad, y cuanto rompe aquél o ésta es signo de anomalía inquietante.

En el hombre, no. En el hombre ocurre lo contrario: hay que sospechar de lo previsible. No hay pronósticos de certidumbre para el decir o hacer del hombre; o no debiera haberlos. Cuando los hay, cuando colectivamente los hay, cuando las palabras de tus vecinos son caja de resonancia de los dictámenes de sus encumbrados hechiceros, hay que ponerse las gafas de la sospecha. Mal van entonces las cosas para el hombre: o le ha secuestrado la alienación o le ha podrido la demagogia. O ambas cosas a la vez, que tanto monta.

El reino en que yo creo es un reino de hombres libres que piensan desde ellos y por ellos, no por otros y desde otros. La ciega predicción no cabe en ese mundo. Por eso, mi reino también está en otra parte.

domingo, 21 de octubre de 2007

De voluntad y esperanza

Para mi hija Leyre, por este mal momento suyo que, estoy seguro, será puerta de otros mucho mejores.

Ocurre a veces; en realidad, ocurre muchas veces: se nos cruza un amable suceso en la vida y conjugamos un programa de futuros imperfectos sobre tal suceso. A partir de ese momento hipotecamos el alma con créditos irreales, y olvidamos que los sueños tienen que pagar al cabo elevados intereses a la contrariedad. Pero no podemos evitarlo: vivir, para nosotros, para este vertical delirio de entusiasmos que somos, no puede sustraerse a la generosa locura de dar el corazón para inventarse la vida, para elevarse por encima de los demás animales, que lo tienen muy fácil porque ya la tienen hecha. A su instinto y su estar en donde tienen que estar, nosotros oponemos la voluntad y el no hallarnos en los mapas que quisiéramos siempre. A cambio, nosotros podemos ser felices cuando los futuros imperfectos se convierten en pretéritos perfectos. Aunque entonces la felicidad se nos vuelva nostalgia, aunque entonces el tiempo nos ponga cara a cara con otros imprevistos e inexplicables dolores. Un animal, sin embargo, no puede ser feliz, todo lo más que puede es sentirse satisfecho. Pero eso no es la vida, eso es simple biología.

Y es que la vida humana, su aplazada felicidad, exige una inversión frecuente en dolor y en adversidad. La felicidad es una conquista, y no hay conquistas fáciles: si las hubiera, no lo serían, serían ocupaciones de territorios frecuentes, pasto común para elementales necesidades.

Hay que esperar en uno, hay que creer en uno: somos nuestro trapecio circense y nuestra red, nuestro riesgo y nuestra salvación. Estamos hechos de voluntad y de esperanza, de una grandeza inevitable y de una virtud fundamental.

sábado, 20 de octubre de 2007

Mirar el silencio

Vengo de la calle y, naturalmente, hay mucho ruido. Muchísimo diría; una algarabía de voces, de ritmos estruendosos hasta la náusea, de gritos a secas en elevada y estúpida competencia con otros gritos, de frenazos en las esquinas, de policiales sirenas, de carcajadas de vómito en decibelios… No se trata de ninguna revolución ni de ningún clamoroso estallido social por fin de penuria alguna. Es un ruido por nada, un ruido porque sí; lo que lo hace aún más insensato o, por lo menos para mí, más incomprensible. Porque, según yo entiendo, lo del hombre es hacer las cosas por algo, por alguna razón ajena y deseada que se persigue. No estamos, en consecuencia, ante ningún caso de justificación de fin por medios ni de medios por fines, estamos ante unos medios desnortados y descerebrados que se han quedado en una soledad de sentido preocupante. Estamos ante una necedad.

Este ruido, como casi todo lo que de un tiempo a esta parte observo en mi especie, parece exclusivamente deportivo: se trata de ganar a los demás ruidos, o al ruido del último fin de semana. Hay que batir un récord. No importa de qué. ¡Más lejos, más alto, más fuerte!... Y digo yo: ¿por qué se olvidan del más lejos?, ¿por qué no se van todos con su olimpiada de alaridos al Ngorongoro, por ejemplo, que, allá en Tanzania, debe de sentirse ahora “silenciosamente aburrido”?... ¡Pobres gacelas, pobres avestruces, pobres hienas…! Lo entiendo: esto sería un atentado contra el medio ambiente; y, puestos a cometer atentados, ya sabemos que es preferible que la víctima sea simplemente humana; de hecho, tengo leído el interés que muestran las grandes potencias “civilizadas” por una bomba termobárica que no deja bicho viviente, pero sí “impecables” las condiciones medioambientales. Definitivamente, somos gili…

Vengo de la calle y, como no podía disfrutar de la audiencia del silencio, me he dedicado a mirarlo, muy arriba, en ese cuarto crecedero de luna que hoy tocaba. Y he pensado en la paz impensable de una bandera que dejaron allí, hace casi cuarenta años, un par de familiares de la especie. Probablemente, también para nada, pero, al menos, a trescientos mil kilómetros de toda esta idiotez escandalosa… Y colectiva.

viernes, 19 de octubre de 2007

Ciudades de ignorancia

...una cierta sustancia que participa de la razón y es adecuada para el gobierno de un cuerpo.

"De quantitate animae". Agustín de Hipona


Estoy aquí por ti, lo reconozco, porque tienes el vigor de cargar conmigo, de elevarme cada día hasta el punto más alto a que llegan tus fuerzas, porque a veces incluso, contra todo tu cansancio, me mantienes si pido que lo hagas. Estoy aquí, sin duda, porque tú te empecinas en hacer circular la vida por todas las barriadas de esa ciudad tan mía que me hospeda.

Pero yo no soy esa ciudad. Lo siento. O no lo siento probablemente. Que tu herida me duela es tan sólo un compromiso comprensible: no te voy a dejar en la estacada en momentos en que te van mal las cosas. Lo menos es que sienta si tú sientes, que me abrume tu postración, tu enfermedad, tu deterioro… Sin embargo hay dolores sólo míos, posesiones terribles de las que tú nada sabes, penas que me llevo, con un digno silencio, a las noches en que tú descansas tu fatiga. Ni siquiera las dejo que te pasen factura de imágenes en sueños, ni siquiera permito que se enreden en ese laberinto de neuronas de que a veces se escapan las palabras.

Estoy aquí por ti, lo reconozco, hollando el patrimonio de tus calles, confuso en ocasiones, con noticias de otras ciudades habitadas por otros desconciertos, por otras soledades hospedadas, por otras penas que no quieren decirse. Al cabo yo las sé, como ellas me saben. Pero tú me desconoces igual que ellas se ignoran.

jueves, 18 de octubre de 2007

La puerta de la ciencia

Me pareció absurdo.

Había frente a mí una inmensa llanura y al fondo, rompiendo la previsible monotonía del horizonte, una cadena de montañas grandiosas. Un camino cruzaba la llanura y una puerta se cruzaba en el camino.

Me pareció absurdo: ¡quién pone puertas al campo!

Atravesé la puerta… Y no había camino ni llanura ni montañas.

– ¡Qué tontería!, me dije.

Y di media vuelta...

Y ya no había puerta, ni llanura, ni camino… Ni grandiosas montañas.

miércoles, 17 de octubre de 2007

La niebla en las palabras

Creo que, cuando se es joven, se lee atolondradamente; aunque esta afección no aqueja sólo a la lectura: también se piensa, se habla, se escribe, se vive, se ama… atolondradamente. No pretendo criticar con esto a la juventud; es más, pienso que es eso lo que hay que hacer, pienso que la reflexión es necesariamente tarda y posterior, lenta y demorada. Al principio se ejercita el corazón en un querer compulsivo, en una voluntad hacia todo; el pulmón de la vida respira entonces por igual todos los aires, incluso los no adecuados, incluso los que le hieren.

Leemos de jóvenes cosas que luego olvidamos, o, mejor dicho, que luego no tenemos a mano en la memoria, que se quedan ahí como una niebla tenue que a veces baja sobre nuestras palabras. Es sorprendente ver caer esa niebla de filiación anónima, es extraordinario descubrir después su origen.

Entre ayer y esta mañana me ha ocurrido. Ayer por una larga discusión sin acuerdo viable, sin lógica de encuentros. Esta mañana, porque, con motivo diferente, argumentaba yo acerca mis prevenciones sobre la comunidad intercambiable de razones entre los seres humanos. Y se me quedaba después, en la inercia del pensamiento, la inquietud de si no será todo un barullo de absurdos soliloquios, un irreal jardín de fuentes que se hablan a sí mismas, surtidores sonantes que arrojan su voz y recogen su retorno, creídos de que son las voces de los demás; si no será también en esto la realidad del hombre un espejismo que inventa una razón intermediaria, común, secante a otras razones, un bosque de manantiales que corren por vertientes paralelas y cierran su final en su principio, paradójicos y extraños, igual que en un grabado de Escher… Si no sucederá que, sin embargo, todo sigue fluyendo en la rara armonía de un orden similar a aquél de que hablara Leibniz…

Ésa ha sido la niebla de filiación ignorada.

Y esta tarde, Dios sabrá por qué, me he acordado de Rilke. He buscado un libro de ésos de mi remoto leer atolondrado, un libro que hace más de treinta años que no abro. Me he ido, por mera curiosidad de la nostalgia, a buscar en sus viejos subrayados qué cosas me decía Rilke entonces. Dos corchetes a bolígrafo resaltaban en Los sonetos a Orfeo el XV de la Segunda Parte, ése que empieza diciendo “Boca de fuente, tú, dispensadora, boca…”. He aquí su final:

Un oído de la tierra. Pues la tierra sólo
habla consigo misma. Si pones en su chorro
un cántaro, le parecerá que la interrumpes.

Y he tenido la impresión de haber hallado el origen de la niebla.

martes, 16 de octubre de 2007

Las cerillas

Antes de que se inventaran los mecheros de usar y tirar, algunos utilizábamos cerillas. Existía una ritual elegancia en eso de encender el cigarro con una de ellas: pitillo en los labios, cabeza levemente inclinada hacia la izquierda, ambas manos en cuenco... y, en su centro, aquel pequeño incendio necesario. Luego, la bocanada placentera y el soplido lateral y displicente que volvía la luz a su penumbra. No siempre acababa así el hechizo; a veces se dejaba el fósforo, distraídamente, en el aburrido crisol de un cenicero. Y la estrella incendiaria se dormía, violácea y diminuta, hasta el cabo de su última posibilidad. En ese punto la astillita se combaba, trepaba por la hipérbola, rutilante y crecida, su llama hacia la nada y luego se extinguía, de súbito, sobre una oscuridad incandescente.

Recuerdo esas cerillas de espectacular desenlace cuando me miro la vida caída en su crisol de atardeceres, cuando pienso en la fortaleza, el valor y la tenacidad con que me miento y miento al mundo disfrazándome de arrogancias que, en realidad, no tengo, que, sin duda, no me quedan; cuando hago que parezca que hay más luz y más fuego del que aún existen en la astilla combada de mis años; cuando sé que es verdad que mis quehaceres me tienen ya ganada la partida y mido el breve cabo de fuerzas que me restan…

Recuerdo el esplendor de esas cerillas terminales que agotaban su insignificante vida en un reventón de luz inútil, de luz hacia su noche, de frágil rebeldía que no se resignaba a diluirse…

Las recuerdo cuando cierro los ojos y estoy solo, cuando pienso en el día que a estas horas, como ellas, como yo, está casi consumado.

lunes, 15 de octubre de 2007

Sólo queda decir...



Sólo queda decir algunas cosas,
saldar alguna que otra servidumbre
que me quede pendiente –¡esa costumbre
de adquirir bajo crédito las rosas!–.

Y empaquetar las noches más lujosas
que decidió el amor, la certidumbre
del beso que se nace pesadumbre
al alba del olvido de sus diosas.

Y poco más. Dejarme de faenas,
de quehaceres, al yugo de mi noria
de año en año, tras unas y los otros.

Sólo queda embalar mis cuatro penas,
retenerme algo más en su memoria…
y soñar que he vivido entre vosotros.


(octubre, 2007)

domingo, 14 de octubre de 2007

Hablar inactual

Hace tiempo que hablo con muy poca gente; a veces, incluso, sólo conmigo, que es una forma como otra cualquiera de hablar casi con nadie. Intercambiar palabras, sí, eso lo hago a menudo con una pluralidad más que decente. Pero hablar es otra cosa que se me queda en esbozo, en intención si acaso, en pereza, fatiga o desencanto del alma.

Puede que esto me ocurra porque hablar exige una complicidad tácita entre quienes lo hacen que a mí me resulta cada vez más gravoso buscar. Algo así como una voluntad recíproca de que las palabras no se limiten a pergeñar un guión, un prospecto de cosas que pasan. La narrativa cansa, a mí por lo menos. Me aburre que me cuenten y me aburre más aún contar. Y hay mucha gente cuyo único tema de conversación es la exhaustiva, pormenorizada y hasta cronometrada relación de sus trabajos y sus días. No hay quien lo aguante. Quiero decir que yo no lo aguanto. Porque, insisto, hablar es otra cosa.

Hablar es defender entusiasmos y declarar principios; o recoger emociones y despertar sentimientos; o comprometer el alma y enamorar creencias. Y rebatir y confirmar y reconocer; y ver crecer al otro; y sentirse crecer uno. Y edificar o demoler a veces. Y saber escuchar y querer aprender. Y poner el corazón sobre la mesa, pero llevarse después una parte del corazón del otro.

Somos la herencia de una sociedad que ha confundido todo esto, que, sin ningún pudor, exhibe a gritos su vulgar intimidad, que deforma el diálogo y la conversación hasta una caricatura de ladridos, que ha reducido la palabra a su menor estatura de decir, o contar, lo que le ocurre, sin caer en la cuenta de que eso ya lo hace el aullido de un perro cuando está en celo, por ejemplo.

Pero hablar es –o era– otra cosa. Algo, por lo que veo –¿será personal miopía?–, bastante poco frecuente, demasiado inactual.

sábado, 13 de octubre de 2007

Necesidad de la poesía

No me refiero, claro está, a los endecasílabos o alejandrinos, más o menos cojitrancos, que se caen por aquí de vez en cuando. Tampoco a los padecimientos de otoño o primavera con los que quien más, quien menos acompañan sus soledades y sus abandonos. No hablo de las “poesías” que, con mayor o menor acierto, casi todos hemos ensayado alguna vez: ésas responden también a una necesidad, quién lo duda, y me parece de lo más respetable que se escriban y se lean en los círculos de su vecindad inmediata. Pero la humana necesidad a que quiero referirme tiene meridianos de extensión mucho más amplios. Responde, como la filosofía, a otras llamadas, a otros foros a los que sólo algunos están convocados.

No es mi alma, es el alma; no es mi amor, es el amor; no es mi esperanza, es la esperanza... No es mi anécdota, es la historia. Si la filosofía es interpretación, la poesía es intervención. No modificación, eso es la técnica, el aburrimiento eficaz de la técnica. Mi única enemistad con Platón está en su aversión por la poesía, porque la poesía no es una enseñanza de errores, sino la moral de la belleza. La ética y la poesía se diferencian muy poco: ambas tienen por objeto el deber ser. La primera es su exigencia, la segunda su exhibición; aquélla es voluntad de acción, ésta corazón de la voluntad, sentimiento que interrumpe la vulgaridad del mundo, la zafiedad de lo dado. Pero ambas intentan corregir la insatisfacción que hace nacer la filosofía: la frustración ante el ser, esa poquita e insuficiente cosa con que me encuentro todos los días.

Es en este sentido en el que hablo de necesidad, de humana necesidad, de la poesía. Quienes habrá que piensen que lo digo mal, que me quedo corto, que debiera decir arte en vez de poesía. Lo siento, pero no: el arte es un particular de la poesía, no al revés. Todos los esfuerzos de aquél son intentos de hallar el poema adecuado: el volumen quiere ser palabra, el color quiere ser palabra, la armonía quiere ser palabra… Todas las formas del arte son una desazón por la palabra, una determinación hacia la poesía.

Por eso, cuando la poesía pierde terreno, cuando se olvida, cuando no se lee, o se lee sólo en los silenciosos círculos de sus grandiosos descubridores, la cultura cojea. Por eso nuestros días cojean.

Por eso nuestro tiempo no tiene “…ni una almena / que pueda decir…” que es suya.

viernes, 12 de octubre de 2007

La cinta imaginada



Cómo será que lo que no ha ocurrido,
o sólo sucedió en un mundo vano
de sombras metafísicas, me arranque
tanta desolación del alma viva.

Cómo será que a fuerza de no haber
termine habiendo un tiempo nunca habido,
un beso no besado, una memoria
de labios encendidos en la noche
que jamás fueron noche o fueron labios.

Como será que aquel pelo ceñido
de una cinta irreal un día lluvioso
que nunca amaneció en los calendarios,
se haga espacio, extensión, pena compacta.

Cómo será posible que en mi mesa,
aquí, frente a mis ojos, ahora vea
una cinta que no ciñó cabello,
que fue sólo un absurdo imaginado
una tarde lluviosa que no ha sido.

Cómo será que un sueño me secuestre
la razón, la verdad… y la tristeza.

(octubre 2007)