viernes, 4 de enero de 2008

Día de Reyes

Por los niños que, en tantas partes del mundo, no están seguros de si una bomba de “ideológica” espoleta mañana les habrá arrancado la luz de la mirada; por los niños que invierten la soledad de los hospitales en sueños que delatan nuestra impotencia; por los niños que son arrancados de la inocencia por la miseria podrida de las culturas decadentes; por los niños que esclavizan las malas gentes que ni siquiera alcanzaron la virtud animal que protege a los cachorros; por los niños que ruedan por nuestras calles, hijos del hurto de su niñez, producto de un emporio que los desea jóvenes antes de serlo; por los niños que ni siquiera podrán ser niños porque quedan algunos “perfectibles ajustes” en la educación de sus imposibles padres…

Por los niños… y toda la tristeza de un planeta sin niños, que lo pueden ser, que lo deben ser, que lo querrían ser, me voy a callar; por lo menos hasta el lunes 7 de enero, que es cuando algunas industrias dejan de pensar que los niños existen… o debieran.

jueves, 3 de enero de 2008

Noticias de la barbarie o ¿dónde la responsabilidad?

Desde 1885 (año en que Kenia se convirtió en protectorado alemán) hasta 2008, en Occidente han ocurrido muchas cosas, bastantes más que 123 años comunes, que son los años que, sin embargo, han transcurrido en otras muchas partes del planeta. No obstante las diferencias, coincidimos en algunos “progresos”, al parecer fundamentales. Por poner un ejemplo, en 1885 los “caballeros” europeos aún dirimían sus diferencias con pistolas de avancarga, ésas que cargaban la muerte por la boca del cañón, aunque las guerras ya se hacían con modernos cartuchos que se metían por detrás (qué mal suena esto) de la recámara de aquél; los luo, sin embargo, empleaban la palanca, la del brazo quiero decir, para arrojar una lanza, una piedra o cualquier objeto contundente para resolver sus asuntos. Contrariamente, en nuestros días, tanto los luo como nosotros podemos resolver cualquier problemilla con un subfusil automático Heckler & Koch MP5SD1 que abulta poco, no suena casi nada, pero mata que es un gusto. Nadie podrá negarme que la herencia de nuestra potencialidad destructiva ha sido eficacísima, pues ha arrancado pueblos enteros de la edad casi de piedra dotándolos de tecnologías punteras, según decimos.

Sin embargo, no conseguimos exportar nada para acabar con los conflictos tribales; es más, parece que, en nuestros días, asistimos a una “romántica” importación del concepto de tribu (urbana, naturalmente; aunque no sé qué tienen de urbanidad) así como de sus ancestrales usos (cuchillada en cualquier esquina, objetos atravesando la nariz o el moflete, tatuajes totémicos sobre el cuerpo, pinturas rupestres en las fachadas, etc.). Yo creo que esto tiene que ver con la interculturalidad. Se trata de un proceso de natural intercambio, aunque, en mi modesto entender, injusto. Y es que el cambio está desequilibrado: mientras nosotros les proporcionamos lo peor de nuestra civilización, ellos nos han dado “lo mejor” de la suya.

No puedo evitar preguntarme si no habría sido más justo al revés; quiero decir: que nosotros hubiésemos exportado la ciencia, el derecho, la filosofía, el arte… y, a cambio, hubiéramos importado de ellos algo de su necesidad, una fracción de su sed o su hambre, una partícula de su abandono.

Claro que para eso hay que creer que la cultura de Occidente es un valor preferible, no una eficacia exportable. Porque esto lo piensan todos los hipócritas –o idiotas– que niegan –o ignoran– que su espléndida tecnología es hija de los errores y aciertos de la teoría que les precedió; o que su idea de progreso es heredera, mal que les pese, de una concepción cristiana del mundo hacia un punto final; o que su cacareada solidaridad es consecuencia del adoctrinamiento histórico, y también cristiano (un olvido más para Europa), en el amor al prójimo. Para ello hay que amar a Platón, y a Aristóteles, y a San Agustín, y a Santo Tomas, y a Dante, y a Miguel Ángel, y a Cervantes, y a Shakespeare, y a Newton, y a Goethe… Para ello hay que tener el valor de defender el propio valor. Y en esto, Occidente, que ayer fue un vulgar parásito de sus “protegidos”, es hoy patéticamente cobarde. O imbécil, que para el caso tanto monta.

miércoles, 2 de enero de 2008

La noche más hermosa

No se oyen gritos, ni frenazos, ni alaridos, ni petardos, ni arcadas, ni sirenas, ni bramidos… No se ven montones de humanidad ni comas etílicos; ni hordas asfixiadas en vinos espumosos; ni envases ni papeles ni suciedad por las aceras, ni borrachos orinándose al amor de una farola… No se huelen perfumes espesos hasta el vómito, ni alientos de tabaco mezclado con carmín y eructo de champán. No se roza el sudor de un abrazo artificial, ni se engulle el vigésimo polvorón para empapar la inundación obligatoria… No pasa nada, no se oye nada, no se ve nada... Si acaso alguna estrella entre la bruma alta, si acaso el ladrido solitario de un perro en la lejanía.

Es la noche más hermosa, la de sus auténticos amantes, no la de ésos que se lo llaman cuando lo único que pretenden es que deje de ser noche. Porque los amantes de verdad son súbditos de su objeto: lo aman como es, no en modo diferente. No quieren convertirlo en otra cosa, no quieren alterarlo ni transformar su encanto. En la noche se ama el misterio, el silencio, la inmensidad, el decorado inconmensurable de las preguntas, la belleza inquietante de su desamparo… Pero hay mucho proxeneta de su embrujo, mercaderes que la disfrazan de día espurio y venden en las ciudades su inefable fascinación. ¡Mala gente que comercia con la belleza y la embadurna de innecesarios afeites!

Pero hoy no, hoy libra la noche su hermosura: los tenderos, traficantes y profanadores están exhaustos. Agradecida y sola, oigo que no la oigo al otro lado de la ventana; fría sobre los árboles desnudos de este recién invierno, bella como la paz que un soldado celebra a pesar de sus heridas.

A las dos y media de la madrugada del dos de enero del año dos mil ocho… Dedicado a ti, la noche más hermosa.

martes, 1 de enero de 2008

Año nuevo



Y todo por hacer. Aquí, los planos
de la nueva vivienda; allí, los días
pendientes otra vez, las alegrías
y las que no lo son; los otros vanos,

los mismos muros y mis viejas manos;
este obrar, distraer con celosías
los ortos que no dan en mediodías
la estatura de ser sueños humanos…

Y todo por hacer… Y qué abandono
de uno mismo detrás, siempre más lejos
de uno mismo... De nuevo, qué pereza

cargar mis cuatro enlaces de carbono
por mirarme la vida en los espejos.
Qué vanidad al cabo… Y qué tristeza.


1 enero 2008

domingo, 30 de diciembre de 2007

Un ayer como otro cualquiera

Humanamente hablando, es un suplicio
ser hombre y soportarlo hasta las heces…

Blas de Otero


Mañana en Aldebarán será un ayer como otro cualquiera. En realidad nunca habrá un mañana en Aldebarán: siempre su después habrá sido antes. En Aldebarán y en todos los rincones de la noche. Más breve, más largo, más inconmensurable, pero siempre antes. Tal vez por eso, mirar al cielo nos ponga tan nostálgicos; tal vez por eso, no podamos vivir sin el pasado, no sepamos hacernos sin la historia. Nuestra mirada pasa siempre por un largo hacia atrás. Lo demás es el sueño, el ensueño mejor, la fabulación de la esperanza. Y no hacemos sino querer que el futuro se desfuturice: desde el chamán al científico, desde el incrédulo al creyente. Pronosticar, deducir, adivinar… son verbos que se unen por la raíz en nuestro desamparo.

La tentación que me cuentan es incorrecta. No habría caído el hombre sólo por ser como Dios, que es atemporal, que es eterno; sino por ser más que Dios, por una racional contradicción: lo que quiere ser el hombre es intemporalmente temporal. Y eso es la soberbia, lo otro es un delirio teo-democrático.

Mañana –hoy, si ya estáis a 31– intentaré ser humilde: miraré únicamente el ayer de Aldebarán… Y de todo lo demás, para recordar que sólo soy un hombre.

Ah, se me olvidaba: feliz año, feliz ayer, feliz voluntad de ensueño.

sábado, 29 de diciembre de 2007

Al acabar el año

Deberían ser días para poner al olvido de cara a la pared en la buhardilla. En realidad, deberían ser así todos los días. No se trata de recordar, porque el recuerdo lo ejercemos desde la voluntad, sino de no olvidar, porque el olvido nos pasa desde la negligencia. Es verdad que achicamos la culpa en nuestra balsa dedicando, en los titulares de las agendas políticas, todo tipo de jornadas a toda suerte de infortunios. Pero yo no hablo de la polis, yo me refiero al hombre particular, al compromiso moral y personal de cada quien desde la patria de sus soledades. Eso es lo que de verdad interesa.

Deberíamos, sin alharacas ni aspavientos, sentir ese dolor que es compañía incesante de los otros, de los muchos otros, que cada mañana se levantan con el único propósito –¡tantas veces estéril!– de coronar un día más en la vida. Niños, hombres, mujeres, viejos… que lloran y sufren todos los días en los indiferentes noticiarios, y observamos nosotros con súbita comunión del sentimiento y… ¡veloz desmemoria sucesiva! “¡Pobre gente!”, decimos; y seguimos comiendo a la espera del siguiente desastre y otro breve lamento. No quiero que se me malinterprete, no digo que hagamos ninguna manifestación con pancartas al efecto y patéticas dramatizaciones –máscaras y zancos incluidos–, ni que nos colguemos ningún lazo de convictas solidaridades. Digo que no abandonemos, que tengamos presente, de modo constante, ese relámpago de humanidad, que nos nace un segundo, y que obremos después en consecuencia. Porque estoy seguro de que sólo ese esfuerzo, modesto y personal, en todos los que podemos permitírnoslo, es el único antídoto contra tanta tristeza.

Y es que deberíamos tener una ROM imborrable en el sistema operativo del alma que no nos permitiera olvidar nunca, que mantuviera permanentemente activa ante nuestros ojos la aplicación del dolor de quienes sufren; un sistema operativo en que la calidad de imagen de nuestro monitor fuera un remordimiento constante, una alarma ininterrumpida de los virus que nos matan la memoria, que anulan a esa verdad imperfecta que sale a la calle preocupada, únicamente, por sus cuatro o cinco penas cotidianas.

En el conmovedor Réquiem por “Manuel del Río, natural / de España...”, contrapone José Hierro su muerte anónima a la grandiosa del pasado histórico, a los tiempos en que “cuando caía un español / se mutilaba el universo…” ¡Ojalá, comulgásemos así con todo! ¡Ojalá, sintiéramos, y no olvidásemos, la tragedia de cualquier ser humano como una amputación del mundo!

viernes, 28 de diciembre de 2007

Suceder y ser

Al principio, nos ocurren cosas; más tarde ocurrimos nosotros y ellas casi no cuentan. Por eso un joven dirá con más frecuencia que hace frío y un viejo que lo tiene. Tal vez separe aquél en mejor modo el yo del mundo, tal vez los mezcle éste. ¿Será por eso que hablamos de egoísmo en la vejez? No, no lo creo, no me parecería justo. Se trata de un proceso de tristeza; de un ir de fuera a adentro, de un quehacer de la vida, de una depredación de la realidad que vamos atesorando para tener algo que llevarnos al olvido. Primero está la presa y la decisión de alcanzarla; después el desaliento, la patria de los hechos, la propiedad del ser, su peso en el alma…

Al principio sucede el universo. Luego cesa y nos queda su memoria. Y deja de hacer frío porque lo llevamos dentro. Y todo lo demás… porque lo llevamos dentro.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Do not forsake me

Entonces era cosa de sueños y fantasía, de ficciones al norte de las ocupaciones que colmaban las horas más hermosas. Nuestro Homero particular perfilaba los modelos heroicos en los tebeos (por entonces nadie decía cómic), en la inolvidable “Colección Historias” de Bruguera, en los “crisolines” incluso (todavía conservo La flecha negra de Stevenson que me dejaron unos “Reyes” allá por la primera eternidad) y en el cine, claro está, aquel cine que, siendo arte, no había caído aún en la vanidad de serlo. Porque luego sí, luego empezó a mirarse al espejo como un narciso adolescente; y a gallardear por las pantallas y a amargar la mirada sonriente con unos bodrios insufribles y unos tontos delirios de grandeza. Pero eso es otra historia que no merece un renglón de mi tiempo.

Do not forsake me... La primera vez que la oí, sin duda, me pasó desapercibida: lo que a mí me interesaba era que "el bueno", que era uno sólo, ganase a "los malos", que eran por lo menos cuatro. Después descubrí otra herencia entre líneas de la película y bajo la sombra de su canción (debiera decir banda sonora para disimular mi edad): el valor del valor, el valor del deber, la soledad de la obligación, la obligación del deber y del valor y… la necesidad del amor para que todo ello llegue a ser posible. Solo ante el peligro (me gusta más que el original High Noon); “una del Oeste”. Nada más, aunque uno no puede evitar acordarse de Héctor a las puertas de Troya y frente al chulo de Aquiles con su tramposa invulnerabilidad.

Cuando mi generación se hizo joven e “intelectual” empezó a decir que un cine así era colonización yanqui y academia de violencia (luego cambió el chip, pero entonces decía eso, que a mí no se me ha olvidado). Mentira, porque el espectador, el niño-espectador más que ninguno, con lo que se quedaba era con que había modelos de bien y arquetipos de mal, y que aquéllos eran deseables y éstos no. Lo demás era la envoltura circunstancial que siempre han tenido las epopeyas. No había sadismo, ni morbo, ni gore, ni la criminal sospecha de que lo bueno puede ser tan malo como lo malo. No había adoctrinamiento en la perversidad ni manierismo y gozo en la destrucción. Hoy sí; hoy, además, comemos hamburguesas en “Mc Donald’s”, escuchamos hip hop en los mp4, “decoramos” nuestras barriadas como si del Bronx se tratara y disfrutamos de un cine que ha hecho de la violencia una escuela de cotidianeidad… Bien por mi generación: o éramos tontos, o éramos falsos, o hemos sido absolutamente ineficaces, o inútiles, que no sé que es peor.

Do not forsake me... No me abandones… Yo no pediría más. O como la ranchera que, al hilo de estos renglones y esa canción, me ha venido a la memoria:

El día que a mí me maten
que sea de cinco balazos…
y estar cerquita de ti
para morir en tus brazos.

martes, 25 de diciembre de 2007

La niebla

Es peligrosa –para el tráfico, sin duda–, pero tiene la estética confusa de un razonamiento sobre lo inexplicable, que es donde de verdad se pone a prueba nuestra capacidad de razonar; o de crear, o de descubrir, que sigo en la cuerda floja sobre los límites de estos verbos. Lo cierto es que su belleza consiste precisamente en velar la belleza, en diluir los colores y distraer las formas, en disfrazar de misterio lo que nunca lo ha sido, en transformar lo común en inquietante curiosidad. Avanzar por la niebla es recuperar la humildad perdida ante nuestras supuestas certidumbres; una gimnasia invernal para la percepción ensoberbecida en sus creídas claridades, un sentimiento casi kantiano del yo, en precariedad de sus trascendentales categorías, enfrentándose al mundo en sí.

Parece evidente que también me gusta la niebla. Y es que a veces, a pesar de los psicólogos y psiquiatras, uno quiere sentirse rodeado de incertidumbres, de preguntas, de dudas, de ansiedades… Pero también, por todo ello, de esperanza.

No es por llevar la contraria, pero me aburre el mundo bien hecho de los beatos sillones, de las lámparas halógenas y los sucesos previsibles. Me quedo, una vez más, con la emoción del prodigio que no puedo advertir, y emerge súbito de la niebla. Como la forma amenazante que por ella se aproxima... y resulta ser un rostro amigo.

lunes, 24 de diciembre de 2007

Por aquello de hoy

Si no creyera que es Verdad, ¿habría verdad?, ¿tendría sentido algo?... Nunca le amputaría al hombre la voluntad de ir más lejos, de pensar más alto, de vivir más grande. Aunque la Verdad no fuera verdad… Porque entonces la verdad no merecería la pena.

Feliz Navidad, aldea de mis amigos, planeta de mi compañía.

domingo, 23 de diciembre de 2007

Contrición



Deja rodar la luz por la ladera
norte del alma. Déjala allí;
quede a cambio la noche de mi parte.

Deja que sea luz donde merezca
los ojos que la miren; no esta gruta,
no esta sombra que agobia mi mirada.

Deja que esparza su simiente el día
en llanos de verdad y de belleza;
no en los páramos yermos, no en los míos.

Deja que sea digna mi renuncia
desde esta oscuridad que se conoce,
que quiere no quererse y, sin embargo,
usurpa el sol, la claridad, el día.


(diciembre, 2007)

viernes, 21 de diciembre de 2007

Para estos días, para todos los días, para siempre

Os deseo voluntad.

Os deseo la voluntad de amar (ya lo dije en otra parte: nihil amatum quin praevolitum).

Os deseo la voluntad de crecer en corazón, de levantarlo, como a su roca Sísifo, no por condena, sino por decisión; aunque luego caiga otra vez al valle, aunque deba después reiniciarse la gravosa tarea.

Os deseo la voluntad de creer, de discutir el empeño zafio de los hechos cuando los hechos se afanen en ser crueldad, o injusticia, o simplemente tristeza.

Os deseo la voluntad de no desfallecer, de no ceder si las cosas os ponen la zancadilla o se empecinan en la derrota.

Os deseo querer, ni más, ni menos. El resto es circunstancia, aditivo ocasional, anécdota que pasa y que se pierde, tarde o temprano, porque es manjar de olvido.

Os deseo voluntad, que es lo único que nos concierne realmente. Ni razón, ni inteligencia, ni poder, ni riqueza, ni fama, ni gloria… Sólo voluntad. Somos, de momento al menos, la única especie capaz de su ejercicio. Con ella todo es vergel posible; sin ella, todo páramo inhabitable.

Para estos días, para todos los días, para siempre… ¡feliz voluntad!

jueves, 20 de diciembre de 2007

Ocupar la preocupación

Uno puede ocuparse en otras cosas. Humanamente hablando, en muchísimas cosas. Pero, pensando a lo divino, en realidad sólo el amor importa. Este bípedo implume, de tan mezquinos orientes, lo comprende perfectamente cuando se mira las aristas de la sinceridad, cuando se da cuenta de que lo importante no es ocuparse en el mundo, sino preocuparse por alguien. Porque la ocupación en las cosas anega, obstruye y embrutece; la preocupación por alguien, sin embargo, dispone el sentimiento -la alerta del alma- hacia otra grandiosa verdad vertebral que por el mundo deambula; que siente, que sufre, que ríe o se apena, que un día se cruza en el tiempo con nombre de llanto... y nada podemos hacer para que sea irreal la ración de dolor que la aflige.

Por eso creo en Dios, al que supongo hipérbole inconcebible: una suerte de corazón ilimitado que siente lo que uno por alguien de manera desbordada, un extralimitado sentir por cada quien que se hace nación de quienes y provincia de cualquiera.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

De la piedra a la palabra

La recurrencia al logos, o al verbo, como primicia del ser en el mundo es moneda corriente en las filosofías de corte idealista. Neoplatónicos, por ejemplo; o Hegel, otro tanto. Y quien dice tal, incluso sin querer, piensa en el cristianismo de los primeros siglos, que andaba por la historia buscándose acomodo, no ya en los corazones, sino también en las ideas. Se transcribe hasta evangélicamente en los textos de Lucas o de Juan, que se rodean por ello de un aire entre poético y metafísico que conmociona al menos sensible en estos particulares.

Pero deje en paz a la filosofía y a la teología este mendigo, visitante ocasional de ambas. Lo que me inquieta hoy es la recurrencia, la inevitable polaridad que para el hombre ponen el verbo o la palabra. Y después, la indiferencia culpable con que los maltratamos… Y a renglón inmediato, el olvido de la pasión inconfesada, de la locura por querer que la vida sea un grito contra el silencio de ese coágulo mudo que es la piedra.

No es extraño pensar que la palabra fue antes. No es ocioso ni místico pasatiempo. Es hipótesis viable, es criterio plausible asegurar que el verbo que se ignora en la materia se quiere curso de sentido en el hombre. Y es él quien se lo da. Y es él quien lo culmina.

Esto lo entiende cualquiera que ha hablado alguna vez de cualquier cosa con alguien que quería.

Cada día...

Cada día,
abrir una ventana,
abrir un corazón,
crear una palabra...

Así acababa el primer poema del primer libro que, con mi primer sueldo, me publiqué allá por 1972. Subrayo el me, para que nadie se engañe: nunca he sido descubrimiento de editorial alguna. Si traicionase a la sinceridad, diría aquello de Don Antonio: …al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito. / A mi dinero acudo, con mi dinero pago… etc. Pero abonaría mi soberbia y faltaría a la verdad. No me considero maltratado por el Parnaso, aunque sí agobiado por la circunstante disparidad; lo que, sin duda, no tiene punto de apreciable tangencia.

No me traigo, por tanto, ni me cito aquí por vanidad, sino por un fogonazo extraño de la intuición. Un destello de coincidencia repentina que he sentido como el diagnóstico de una parálisis intemporal en el alma. Quiero decir, que he caído en la cuenta de que sigo en el mismo empeño, de que no he aprendido nada con los años –absolutamente nada– de que continúo abriendo ventanas (Windows, para ser actual), o queriendo abrir corazones, o soñando crear palabras… cada día que pasa y me pasa, con una contumacia endémica. Estos atardeceres huelen al mismo jardín que aquel poemilla.

De Ortega es aquello de que el descubrimiento de la vocación propia es la mayor delicia. De alguien será, que yo ignoro, que su conocimiento puede ser la mayor tristeza. Sobre todo si esa voz es voz que a nadie llama, sobre todo si es llamada que sólo el silencio escucha.

Venía como siempre oyendo a Gardel; El día que me quieras, para ser exacto; y me ha rodado en la memoria el dichoso cada día… No veo coincidencias entre aquél y éste… O quizá sí. Tal vez nos pasa a todos, tal vez todos tenemos un nudo de palabras en la vida que lo que quieren no es crearse presuntuosamente, que lo que quieren es algo más humilde, más humano... Que lo que quieren, de verdad, es ser queridas.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Tejedores

Estamos a unos catorce metros de la linde del año, sólo para sabernos otra vez enganchados en el tiempo; o, mejor, hilados en el tiempo, bordados en ese telar irremediable del tiempo. Un tapiz que se teje a fuerza de cruzar las sedas de la felicidad sobre los vanos de la tristeza, o el cáñamo de la tristeza sobre los vanos de la felicidad. Y así, como hacendosos tejedores, vamos decorando la casa de la memoria, completando habitaciones, de año en año, que dejamos cerradas a la espalda y en las que entramos a solas, queda y misteriosamente, por los sueños; amable y dolorosamente, por la nostalgia.

Es un recorrido agridulce cuya frecuencia aumenta con los años. Incluso, con los muchos años, llega a obsesionarnos, hasta el punto de descuidar los paños de su presente estancia: se nos va la vida paseando por los cuartos decorados, se nos van los días en abandono del tapiz pendiente. Y las paredes cada vez más desnudas... Y la melancolía cada día más agravada...

Un recorrido agridulce, cuya última habitación es blanca y tiene un telar roto en el centro y unos hilos caídos por el suelo. Descubrimos entonces que sus muros vacíos nos miran a los ojos y a las manos. Pero los ojos y las manos ya no están donde se creyeron condición terrenal, sino en el polvo que cubre las habitaciones cerradas.

domingo, 16 de diciembre de 2007

El viejecito

Creo que tiene 87 años. Ha sido testigo mudo de la Dictadura de Primo de Rivera, de la caída de la Monarquía, de la proclamación de la República, de la Guerra Civil, del franquismo, de la Democracia… Tiene nariz aguileña, ojos grandes y tristes, barba y pelo blancos. Viste un traje negro con chaquetilla corta, como de charro salmantino. Anda encorvado y despacio, con los brazos hacia delante para compensar una carga de leña que lleva a la espalda, una carga de piedad que lleva llevando todos esos años a un portal que sólo advierte de lejos, desde el pretil de un puente que cruza un río parmenídeo que ni se mueve ni cambia, que es una palinodia de la sentencia de Heráclito. Porque siempre le hemos puesto ahí, sobre ese puente, unos días antes de todos los inviernos que han caído sobre nuestras vidas.

Allá por 1920 mi abuelo lo situó ante los ojos, infantiles entonces, de mi padre. Tiempo después, hizo mi padre lo propio ante los míos. Años más tarde, yo ante los de mis hijas… Él insiste en salir aún cada invierno de ese envoltorio de papel de periódico en que pasa la mayor parte del año. Cuando lo miro, me viene un olor de corcho, serrín y musgo viejo, que es a lo que olía el comedor de Gómez Ortega en estas fechas. Y la memoria de mi madre, joven, desplumando el pollo de Nochebuena, que era el manjar estelar de entonces. Luego se me enreda la nostalgia en las tres risas infantiles que años después me ordenaron el alma.

Este viejecito parece un manual de nemotecnia del sentimiento. O un eslabón con todos los corazones que anduvieron por estos pagos. Por impopular que hoy sea, repetiré que la tradición es un bien humano, una liturgia de raíces en el tiempo que nos arranca de la mera depredación de la vida y nos hace sentir junto a quienes sintieron y ya no están con nosotros. Que no es química, genética, ordenación cromosómica, ni selección natural que valga. Que es decisión del punto y aparte que, si no lo somos, si se empeñan en decir que no lo somos porque los bonobos tienen habilidades cognitivas similares a las nuestras, debiéramos querer serlo. Otra cosa es que nos conformemos con el determinismo del ADN, o que nos tire más la selva que el aula y la herencia animal que el templo humano.

No me gusta el mundo que veo. Los hombres de hoy, estos hombre de usar y tirar que se han vuelto "cosa" en su recíproco uso, no quieren tener nada que ver con el pasado; probablemente, con el futuro tampoco, si éste no es técnicamente explotable, por supuesto. Y el presente, sin uno y sin otro, no es más que un miembro amputado, un muñón inútil que no agarra verdad por parte alguna. Uno debiera poder morirse cuando cae en la cuenta de que el mundo que hay ya no le gusta. Sobre todo si está convencido de que no existe arreglo posible, y lo único que entonces le apetece es descansar.

Por eso desearía que un día alguna de mis hijas sintiera la necesidad de volver a colocar a ese viejecito sobre su puente; no porque se acordaran de mí, que también, sino porque su mundo siguiera teniendo un sentido bello para el hombre.

viernes, 14 de diciembre de 2007

14 de diciembre

Sea éste de hoy, mi modesto –e imperfecto– homenaje a tan alto patrón.

Glosa a lo divino. San Juan de la Cruz

miércoles, 12 de diciembre de 2007

El prodigio inexplicable

Nos juegan las palabras malas pasadas. Aristóteles matiza los problemas de la homonimia cuando nos dice que el ser de muchas formas se dice; y este “muchas formas” lo convierte, ni más ni menos, que en el cogollo de su metafísica. Algo parecido ocurre con la sinonimia, que parece hablar de lo mismo y nos amontona en el alma un filón de posibilidades. O con la connotación. Por eso entender es tan común y comprender tan raro. Por eso vamos de sorpresa en sorpresa cuando hablamos con los otros de lo que suponemos igual. Por eso el crecimiento de la razón es exponencial, porque cada unidad de su discurso abre audiencias que tienden a infinito. Por eso nos confunde oír en otros lo que nosotros quisimos decir. Por eso es un milagro cotidiano que una sonrisa se cruce otra sonrisa, que un corazón descubra un sentimiento ajeno, que un verbo aparque su ilimitada verdad en otro verbo.

Por eso es un prodigio inexplicable el amor en el hombre.

lunes, 10 de diciembre de 2007

Pausa obligada

(Voy a estar algo ocupado los próximos días. Hagamos la pausa con un poema. Va con "sonido", si se quiere. Basta un clic en el título, pero es un desastre: tiene un zumbido que no he conseguido quitar. No sé si será por la tarjeta que tengo, que es una porqueriíta. De todas formas, la intención era buena).

Atardecer de invierno

No puede
sostenerse la luz sobre ese arco
de convexa lejanía.

No puede mantenerse
ni siquiera un instante de enamorada lentitud.

Indefinidamente triunfa su fracaso.

Si siendo en mar, de mar se anega;
si en tierra siendo, el páramo la inhuma.

Nada puede fijarla
allí, donde quisiera el horizonte ser caricia.
Y caricia la mirada.
Y la mirada
alma que del alma huye…

Para impedir la noche
y los fríos relojes del invierno…

Para besar un día que ya no se sostiene,
que en mar está muriendo
y en llanura,
y en decidida distancia.

(diciembre, 2007)